sábado, 2 de diciembre de 2017

Escuchar una voz: Kafka, lector de Kierkegaard

Ilustración: Carmen Cuervo

La plaza de la catedral estaba solitaria. K recordó que ya en su infancia le había llamado la atención que todas las casas de esa pequeña plaza siempre tuvieran las cortinas cerradas. Con semejante clima, sin embargo, era comprensible. Tampoco parecía haber nadie adentro de la catedral. A nadie se le podía ocurrir visitarla un día así. K paseó por las dos naves laterales, sólo encontró a una anciana envuelta en un mantón y arrodillada ante una imagen de la Virgen María. Desde lejos, sin embargo, vio cómo un sacristán rengo desaparecía por una puerta. K había sido puntual, justo cuando entró tocaron las once. Pero el italiano todavía no había llegado. K volvió a la puerta principal, ahí se quedó un rato indeciso y al final dio una vuelta alrededor de la catedral bajo la lluvia, para ver si el italiano no lo estaba esperando en una puerta lateral. No lo encontró por ninguna parte. ¿Podría ser que el director hubiera entendido mal la hora? ¿Cómo se podía comprender bien a ese hombre? Fuera lo que fuese, K tenía que esperar como mínimo media hora. Como estaba  cansado, quiso sentarse. Volvió a entrar en la catedral y encontró en uno de los escalones un pedazo de tela que parecía de una alfombra, lo llevó con la punta del pie hasta un banco cercano, se envolvió bien en su abrigo, se subió el cuello y se sentó. 

Para distraerse abrió el folleto, lo hojeó un poco, pero tuvo que dejarlo porque se puso tan oscuro que, cuando miró para arriba, casi no pudo distinguir nada en la nave cercana. A lo lejos brillaba un gran triángulo de velas. K no podía decir con seguridad si lo había visto antes. Quizás las terminaban de encender. Los sacristanes son silenciosos, es un rasgo profesional, así que no se les nota. Cuando K se dio vuelta casualmente, vio, no muy lejos de donde estaba, cómo ardía un cirio grande y grueso, puesto en una columna. Por muy hermoso que fuera, era insuficiente para iluminar las imágenes que colgaban en las tinieblas de las capillas laterales; al contrario, ayudaba a acentuar esas tinieblas. Era al mismo tiempo razonable y descortés que el italiano no hubiera llegado. No se podría haber visto nada, se tendrían que haber limitado a buscar algunas imágenes con la linterna de K. Para ver qué es lo que había, K se acercó a una capilla lateral, subió un par de escalones hasta llegar a un baranda de mármol e, inclinado sobre ella, iluminó con la linterna el cuadro del altar. La luz titiló vacilante. Lo primero que K, más que ver, adivinó, fue un gran caballero con armadura, representado en uno de los extremos del cuadro. Se apoyaba en su espada, que mantenía firmemente sobre un suelo desnudo, a no ser por unas briznas de hierba acá y allá. El caballero parecía mirar con atención un incidente que tenía lugar ante él. Era asombroso que se mantuviera en esa posición y no se aproximara. Tal vez su misión consistía solamente en vigilar. K, que hacía tiempo que no contemplaba ningún cuadro, se quedó ante él un largo rato, aunque se veía obligado a parpadear continuamente, ya que no soportaba la luz verde de la linterna. 

Cuando entonces iluminó el resto del cuadro, pudo ver una de esas versiones habituales del entierro de Cristo; era un cuadro moderno. Se guardó la linterna y volvió a su lugar. Era inútil seguir esperando al italiano; afuera, sin embargo, debía de estar cayendo un chaparrón, y como adentro no hacía tanto frío como podría esperarse, decidió quedarse adentro. Cerca de él estaba el púlpito, debajo de un parlante pequeño y redondo había dos cruces doradas que se cruzaban en sus extremos. La parte exterior del balcón y el espacio que quedaba hasta una columna estaban adornados con hojas verdes esculpidas, sostenidas por querubines en sus manos, algunos con actitud vivaz, otros, reposada. 

K se acercó al púlpito y lo miró por todas partes, el grabado de la piedra estaba minuciosamente realizado, la profunda oscuridad que había entre los espacios vacíos del follaje pétreo y la que se extendía detrás de él parecía atrapada, como si estuviera retenida. K metió su mano en uno de esos espacios vacíos y palpó la piedra, nunca había ádvertido la existencia del púlpito. En ese momento notó casualmente que un sacristán estaba detrás de un banco cercano, vestido con una chaqueta negra arrugada, sosteniendo una cajita de tabaco y mirándolo. «¿Qué quiere ese hombre? ––pensó K––. ¿Acaso le parezco sospechoso? ¿O querrá una limosna?» Cuando el sacristán vio que K lo miraba, señaló con la mano derecha ––entre dos dedos aún sostenía un puñado de tabaco–– en una dirección incierta. Su gesto era inexplicable. K esperó un rato, pero el sacristán no dejó de señalarle algo con la mano e incluso llegó a acentuar su gesto con un movimiento de cabeza. «¿Qué querrá?» ––se preguntó K en voz baja. No se atrevía a gritar ahí adentro. Su reacción fue sacar su cartera y acercarse al hombre pero de pronto el hombre hizo un gesto de rechazo con la mano, alzó los hombros y se alejó rengueando. Con un paso semejante K había intentado imitar cuando era niño el trote de un caballo. «Un anciano senil ––pensó K––. Su inteligencia apenas le alcanza para ayudar en la Iglesia. Se para cuando yo me paro y acecha por si sigo andando». K siguió al anciano por toda la nave lateral hasta llegar al altar mayor. El anciano no paraba de señalarle algo, pero K no se volvía. Esos gestos sólo tenían la intención de apartarlo de él. Finalmente lo dejó, no quiso asustarlo, tampoco ahuyentarlo del todo, por si acaso venía el italiano. 

Cuando entró en la nave principal para buscar el lugar en el que había dejado el folleto, descubrió muy cerca de una columna casi pegada a los bancos del coro del altar un púlpito lateral sencillo y pequeño, hecho de piedra desnuda y blanca. Era tan chico que desde lejos parecía un hueco vacío, destinado a albergar una estatua. El sacerdote, seguramente, apenas si podría retroceder un paso desde el pretil. Además, el parlante, sin ningún adorno, estaba ubicado a una altura baja y se inclinaba tanto que un hombre de mediana estatura no podía permanecer recto en el interior del púlpito, sino que debía agacharse y apoyarse en la baranda. Parecía pensado especialmente para atormentar al sacerdote, era incomprensible para qué podía necesitarse ese púlpito, ya que estaba el otro, más grande y decorado con tanto primor. A K no le hubiera llamado la atención ese pequeño púlpito si no hubiera descubierto una lámpara fija en la parte superior, como las que se suelen poner poco antes de un sermón. ¿Se diría ahora un sermón? ¿En la iglesia vacía? 

K miró hacia la escalera que bordeando la columna llevaba al púlpito, tan estrecha que no parecía para uso humano, sino simplemente un adorno. Pero al pie del púlpito, K sonrió de asombro: se encontraba, efectivamente, un sacerdote. Apoyaba la mano en la baranda, preparado para subir y lo miraba a él. Entonces el sacerdote asintió levemente con la cabeza cuando K se persignó e inclinó, lo que debería haber hecho antes. El sacerdote tomó un poco de impulso y subió al púlpito con pasos cortos y rápidos. ¿Realmente iba a pronunciar un sermón? ¿Acaso el sacristán carecía de tanta sensatez que lo había querido llevar hasta el sacerdote, lo que, en vista de la iglesia vacía, era innecesario? Además, en alguna parte había una anciana ante la imagen de la Virgen María que también tendría que haberse acercado. Y, si se iba a pronunciar un sermón, ¿por qué no había sido precedido por el órgano, que permanecía en silencio y brillaba débilmente envuelto en las tinieblas? K pensó que le convenía alejarse rápido: o se decidía a hacerlo ahora o ya no tendría otra oportunidad, debería permanecer ahí durante todo el sermón; en la oficina había perdido tanto tiempo; ya no estaba obligado a esperar más al italiano. 

Miró su reloj, eran las once. Pero, ¿realmente se iba a pronunciar ese sermón? ¿Podía K representar a toda la comunidad de fieles? ¿Y si fuese un extranjero que sólo quisiera visitar la iglesia? Precisamente eso es lo que pasaba. Era absurdo pensar que se podía pronunciar un sermón, ahora, a las once de la mañana, en un día laborable y con un clima tan horrible. El sacerdote ––se trataba sin duda de un sacerdote, un hombre joven con el rostro liso y oscuro–– parecía subir a apagar la lámpara que alguien había encendido por error. Pero no fue así. El sacerdote, en realidad, revisó la luz, la ajustó y se dio vuelta lentamente hacia la baranda, apoyándose en las dos manos. Así siguió un rato y miró, sin mover la cabeza, a su alrededor. 

K había retrocedido un poco y se apoyaba con el codo en el banco de adelante. Con ojos inseguros, sin poder determinar exactamente el lugar, vio cómo el sacristán, algo encorvado, se ponía a descansar tranquilamente como si hubiera terminado su misión. ¡Qué silencio reinaba ahora en la catedral! Pero K tenía que romperlo, no quería quedarse ahí. Si era un deber del sacerdote predicar a una hora determinada sin consideración de las circunstancias, que lo hiciera, también podría cumplir su cometido en ausencia de K: su presencia tampoco ayudaría a mejorar el efecto. K se puso lentamente a caminar y fue tanteando el banco de puntillas. Llegó a la nave central y siguió sin que nadie lo parara. Sus pasos rápidos resonaban bajo las bóvedas con ritmo regular y progresivo. K, consciente de que el sacerdote podía estar observándolo, se sintió abandonado mientras caminaba solo entre los bancos vacíos. Las dimensiones de la catedral le parecían ahora rayar en los límites de lo soportable para un ser humano. 

Cuando llegó al lugar que había ocupado anteriormente, agarró el folleto sin detenerse. Apenas había dejado atrás el banco y se acercaba al espacio vacío que lo separaba de la salida, cuando escuchó por primera vez la voz del sacerdote. Era una voz poderosa y entrenada. ¡Cómo rebotó por la catedral, dispuesta a recibirla! Pero no era a la comunidad de fieles a quien llamaba. Su voz resonó clara, no había escapatoria alguna, exclamó:

––¡Josef K!

K se detuvo y miró al suelo. Aún tenía tiempo, podía seguir y escapar por una de las puertas de madera pequeñas y oscuras que no estaban lejos. Pero eso significaría o que no había entendido o que había entendido pero no quería hacerle caso al llamado. Si se daba vuelta, se tendría que quedar, porque habría admitido tácitamente que reconocía muy bien su nombre y quería obedecer. Si el sacerdote hubiese gritado de nuevo, K habría seguido su camino, pero como se hizo silencio volvió un poco la cabeza, porque quería ver qué hacía el sacerdote en ese momento. Se lo veía tranquilo en el púlpito, se podía advertir que había notado el giro de cabeza de K. Hubiera sido un juego infantil si K no se hubiese dado vuelta para nada. Así lo hizo y el sacerdote le hizo con una señal de la mano. Como ya todo era evidente, avanzó ––lo hizo en parte por curiosidad y en parte para tener la oportunidad de acortar su permanencia allí–– con pasos largos y ligeros hasta el púlpito. Se paró ante los bancos, pero al sacerdote le parecía que la distancia era todavía demasiado grande. Estiró la mano y señaló con el dedo índice un asiento al pie del púlpito. K siguió su indicación y, al sentarse, tuvo que mantener la cabeza inclinada hacia atrás para poder ver al sacerdote.

––Tú eres Josef K ––dijo el sacerdote, y apoyó una mano en el baranda con un movimiento incierto. 

––Sí ––dijo K. 

Pensó que en otras ocasiones había escuchado su nombre con entera libertad, pero ahora suponía una carga para él.


Franz Kafka, "En la catedral", El Proceso (fragmento)

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