sábado, 31 de marzo de 2018

El signo de contradicción (Escuchar una voz IV)


por Oscar Cuervo 

El relámpago

[Viene del post anterior] En 1848 Kierkegaard escribe Mi punto de vista. Piensa que llegó a un momento de su vida en que necesita decir de manera clara qué es lo que pretende como escritor. Está por publicar la segunda edición de su primer libro, O lo uno o lo otro, que había sido firmado con el pseudónimo de Víctor Eremita y ahora se propone dar a conocer el motivo de haber elegido la estrategia de comunicación indirecta y los pseudónimos. En la introducción de Mi punto de vista, dice:

“El contenido de este pequeño libro afirma, pues, lo que realmente significo como escritor: que soy y he sido un escritor religioso, que la totalidad de mi trabajo como escritor se relaciona con el cristianismo, con el problema de «llegar a ser cristiano», con una polémica directa o indirecta contra la monstruosa ilusión que llamamos cristiandad, o contra la ilusión de que en un país como el nuestro todos somos cristianos”.

Todos sus libros, incluso los que denomina estéticos y firma bajo diversos pseudónimos, aun aquellos en los que se refiere elípticamente a la cuestión o en los que el tema directamente no aparece, están vinculados con el problema de cómo llegar a ser cristiano. Esta posición está en lucha, remarca, contra la “monstruosa ilusión” de la cristiandad. Ser cristiano, en sus términos, no consiste en formar parte de determinada iglesia sino en entablar un vínculo personal con Cristo. Este vínculo lleva a poner en suspenso una tradición de 1900 años para llegar a ser contemporáneo de Cristo.

Hay que dar un salto. Este salto no nos arranca de la época para llevarnos a una intemporalidad abstracta, como van a interpretar después sus detractores. Kierkegaard piensa la existencia singular en una encrucijada temporal en la que cada uno a la vez sigue viviendo en el tiempo en que vive pero trasciende la condición de ser un ejemplar de una cadena histórica. No abandono mi época, pero me distingo, asumo mi carácter único, irreductible. Existo en una tensión con la época por la que, solo, puedo hacer todo de nuevo. No nacemos singulares: podemos llegar a serlo. Como entes finitos, no nos resulta posible salirnos de la historia ni de los vínculos con los antecesores ni con la comunidad con la que co-existimos. Pero cada uno tiene la posibilidad de experimentar su tiempo también de otra forma, desde otra posición: en el instante. Ahí donde el tiempo y la eternidad se cruzan. La cruz: una posición inconcebible y a la vez la única salida de la desesperación por querer y por no querer ser uno mismo.

La palabra danesa Øieblik, que se tradujo en castellano como “instante”, significa literalmente golpe de mirada, visión súbita. Kierkegaard la usa para referir la experiencia de un éxtasis temporal en el que la historia, sin aniquilarse, es puesta en vilo. En esa visión de relámpago me quedo solo ante la verdad. No es un momento ubicado en la línea sucesiva de los momentos destinados a pasar. Se experimenta como una interrupción de los sucesos y una irrupción súbita, que fractura la historia para mí. En ese relampagueo veo mis posibilidades. En el instante me encuentro en la encrucijada, de cara a lo que puedo ser y decido quién voy a ser.

Cada uno puede vincularse con la persona de Cristo como un contemporáneo, no como un antepasado ni como ícono cultural que se comparte con una comunidad histórica. O puede no hacerlo. Tomar a Cristo como un antepasado o un ícono cultural es lo que caracteriza a la cristiandad que Kierkegaard recusa. La primera alternativa, la de ser contemporáneo con Cristo, es la que abre la puerta a ser cristiano. Kierkegaard declara que este es el problema decisivo que articula toda su obra de escritor.

“Ser contemporáneo de Cristo”: esta expresión no designa un sentido claro y unívoco. Es comunicación indirecta. Si aceptamos la tesis de que toda la obra kierkegaardiana habla de esto, lo hace de un modo oblicuo, escurridizo. No se da una referencia objetiva, determinable para todos por igual. Su sentido queda reservado a la decisión íntima de cada cual (como la voz que escucha sólo Abraham), o bien es un ab-surdo que no nos dice nada: como si fuéramos sordos a esa voz.

La centralidad de la persona de Cristo es ineludible en la obra kierkegaardiana. Esto no quiere decir que para interpretar su pensamiento haya que compartir su fe. Pero sí es necesario comprender esa centralidad, aunque más no sea como una enigma irresuelto, una voz que no nos habla, una “x” en una ecuación que no vamos a despejar. Lo que no conviene, si se quiere comprender la posición kierkegaardiana, es hacer de cuenta que esa centralidad no existe, que no hace falta tenerla en cuenta. ¿Tenerla en cuenta sin saber qué nos dice, si es que acaso nos dice algo? Para el dispositivo de comunicación indirecta, el significado no preexiste a cada lectura. Se puede -o no se puede- revelar cada vez. La comunicación indirecta supone -o renuncia expresamente a- una revelación. Lo que se revela en cada caso soy yo mismo, algo que por lo pronto no sé.

¿Quién es el Jesucristo de Kierkegaard? Responder esta pregunta requiere haberla comprendido primero, despejar el terreno en el que nos va a resultar posible comprenderla. Podría ser que, una vez comprendida, decidamos retirarnos sin siquiera responderla. Pero comprenderla -en el sentido de reconocerla en tanto señal, incluso si no vemos hacia qué señala- es imprescindible para no apurarnos a contestar otra cosa, de acuerdo con las representaciones habituales acerca de Jesucristo y el cristianismo, de Kierkegaard, de su filosofía y de la posibilidad de deslindarla de su fe cristiana.

Kierkegaard propone un modo de lectura de los Evangelios radicalmente nuevo, en abierta disputa con una tradición bimilenaria. Se trata de una lectura post-iluminista y post-idealista. Por eso, si se la quiere encarar con instrumentos conceptuales iluministas -como los que, por ejemplo, por su misma época dispone Marx, o unas décadas después Nietzsche- el sentido de la obra kierkegaardiana se nos escapa del todo. Se verá si somos capaces de atravesar el iluminismo que nos constituye históricamente o, como buenos tardomodernos, nos quedamos atascados en él.

La radicalidad de Kierkegaard se muestra por su modo de apropiación del sentido de verdad que opera en los Evangelios, la verdad como un camino y como una vida. En disputa con el concepto de verdad como adecuación que atraviesa toda la filosofía occidental, lo que incluye la platonización medieval del cristianismo y el giro subjetivista de la metafísica moderna, que tiene su apoteosis en Hegel y cuya huella pervive veladamente en el materialismo dialéctico y en la tranvaloración nietzscheana de los valores. Kierkegaard se nutre de otra fuente para pensar el problema de la verdad, aunque no llegue a desplegar una ontología que esté a la altura de su desafío. Probablemente no sea esta una objeción muy seria desde su propio punto de vista, ya que él nunca se propuso fundar una nueva posición filosófica. Pero sí es un problema filosófico y político para nosotros cuestionar las categorías hermenéuticas con las que tratamos de comprenderlo, no necesariamente para "llegar a ser cristianos", como él se proponía, sino para decidir si vamos a renunciar a la verdad, como nuestro tardomodernismo nos inclina a preferir, mediante una rendición incondicional ante la eficacia de la técnica como voluntad de poder arrolladora y desesperada.


¿Quién es el Jesucristo de Kierkegaard?

En 1855, pocos meses antes de morir, Kierkegaard le declara la guerra abierta a la cristiandad. Entonces empieza a publicar una especie de revista de barricada, El Instante. Llega a editar nueve números y dejará incompleto el décimo. En el número 2 dice:

“Cuando el cristianismo vino al mundo, la tarea era sencillamente proclamar el cristianismo. Lo mismo sucede cuando el cristianismo se introduce en un país cuya religión no es el cristianismo.

“En la «cristiandad», el caso es distinto, ya que la situación es otra. Lo que se tiene delante no es cristianismo sino una «prodigiosa ilusión» y las personas no son paganas sino que viven dichosas en la fantasía de ser cristianas.

“Si el cristianismo tiene que instalarse aquí, antes que nada debe desaparecer esta ilusión. Pero dado que esta ilusión, esta fantasía, consiste en que los hombres se consideran cristianos, parece que instalar el cristianismo fuera quitárselo. Sin embargo, es lo primero que debe hacerse: la ilusión tiene que desaparecer”.

¿Qué hacemos con el cristianismo de Kierkegaard?

En el simposio internacional que organizó la Unesco en París en abril de 1964, con motivo del 150° aniversario de su nacimiento, se planteó un debate acerca de si podía esquivarse la posición cristiana de Kierkegaard para tratar de comprenderlo. En este simposio estaban presentes muchos autores que reconocían haber transitado sus huellas, que habían dedicado importantes esfuerzos para interpretar su obra y determinar en qué medida el pensamiento de Kierkegaard estaba aún vivo, junto con otros que ya lo habían desechado. El coloquio llevó por título "Kierkegaard vivo". Estuvieron Jean Paul Sartre, Karl Jaspers, Lucienne Goldmann, Jean Beaufret, Jean Hyppolitte, Emanuel Levinas, Gabriel Marcel y Jean Wahl, entre otros, mientras Martin Heidegger envío una ponencia titulada “El final de la filosofía y la tarea del pensar”. Sus intervenciones están publicadas en Kierkegaard vivo. Coloquio organizado por la Unesco en París, del 21 al 23 de abril de 1964, de Autores Varios, Madrid, Alianza, 1968. En el “Coloquio sobre Kierkegaard” Jeanne Hersch, profesora de la Universidad de Ginebra, dijo:

«Estoy un poco molesta por el hecho de que los cristianos reivindiquen una especie de posibilidad exclusiva de comprender y leer a Kierkegaard, mientras que los que no son cristianos reivindican para sí la posibilidad de encontrarse con él. Si fuéramos kierkegaardianos, ¿no ocurriría lo contrario? Los cristianos, en lucha con su cristianismo, como lo estuvo Kierkegaard, ofrecerían una posibilidad de contacto y de comunicación mediante los no-cristianos; y al revés, los no cristianos experimentarían, como lo experimento yo a cada momento, el sentimiento de comprender a Kierkegaard por efracción, por una especie de hurto».

Comprenderlo por efracción, por una especie de hurto: la imagen de Hersch capta con finura la posición kierkegaardiana. El desafío involucra no sólo a los no-cristianos, sino a cualquiera que intente comprender quién es el Jesucristo de Kierkegaard. Ni siquiera los cristianos pueden comprenderlo de otra manera que no sea por efracción, por una especie de hurto. Y esto no sólo a causa de “la monstruosa ilusión que llamamos cristiandad”, que promueve el engaño de que “en un país cristiano, todos son cristianos”. 

El propósito de introducir el cristianismo en la cristiandad es la misión asumida por Kierkegaard por su posición histórica particular, lo que ya no nos atañe. Así está planteado en Mi punto de vista. De lo que se trata, dice ahí, es de romper una ilusión, y una ilusión no se rompe mediante una ataque directo: “Un ataque directo sólo contribuye a fortalecer a una persona en su ilusión, y al mismo tiempo le amarga. Pocas cosas requieren un trato tan cuidadoso como una ilusión, si es que uno quiere disiparla” [Mi punto de vista].

El procedimiento elegido por Kierkegaard es indirecto. No se trata de forzar la voluntad del iluso de la cristiandad que quiere mantenerse en su ilusión. Lo que Kierkegaard hace es abrir en su escritura una brecha de silencio que permita a su lector tomar su propia decisión. Después de llamar a su lector, Kierkegaard busca retirarse tímidamente (“porque el amor es siempre tímido”) para que el lector pueda tomar una decisión que concierne a su relación con la verdad. 

"Quedarse a solas ante Dios". Kierkegaard habla en lenguas, lo que escandaliza a unos cuantos, asusta o aleja a otros. Él sabe que corre ese riesgo.

Su propósito lo lleva a articular el complejo dispositivo de pseudónimos del que hablamos en el post anterior. La tarea de interpretación de su obra invita al lector a recorrer un laberinto de remisiones ante el que lo peor que puede hacerse es aplanar la polifonía de voces que compuso para pergeñar un remedo de doctrina, completamente ajeno a la inquietud que él desencadena. Ante cada afirmación de una obra pseudónima, e incluso de los libros que Kierkegaard firmó con su propio nombre, el lector actual tiene que preguntarse cómo se vincula ese pasaje con su propósito fundamental. Por eso, la pregunta que dice ¿quién es el Jesucristo de Kierkegaard? no puede entenderse bien si cada vez que se formula no volvemos a preguntamos quién es Kierkegaard como autor, qué voz habla en cada uno de sus textos pseudónimos y en los que firma con su propio nombre, que tonalidad requiere el tema que en cada caso se aborda.

Unos párrafos atrás anticipé que no es sólo a causa de la ilusión de la cristiandad que esta noción del cristianismo necesita comprenderse “por efracción, por una especie de hurto”. Hay algo que radica en la naturaleza misma del cristianismo, incluso más allá de la situación epocal de la cristiandad -que ya no es para nosotros la misma que era en el siglo de Kierkegaard. Lo que puede decirse de Jesucristo es siempre comunicación indirecta, sostiene Kierkegaard, y este no es propiamente el tema de ningún discurso objetivo. Hay que saber que no hay saber aquí. Cualquiera que pretenda hablar de Jesucristo objetivamente no está hablando propiamente de él. Para considerar este planteo vamos a referirnos a las tesis que sostienen dos de los autores pseudónimos: Johannes Climacus en Migajas filosóficas y Anticlimacus en Ejercitación del cristianismo.


El desconocido

Climacus, el pseudónimo que firma Migajas filosóficas y el Post-Scriptum Definitivo No Científico a Las Migajas Filosóficas, antes había sido el personaje de una novela inédita e inconclusa que Kierkegaard escribió en el invierno de 1942 [Johannes Climacus o De omnibus dubitandum est].  Todavía mucho antes aún existió un Johannes Climacus real, asceta del siglo vi que escribió un tratado titulado Scala Paradisi, en el que habría desarrollado un camino de ascensión al cielo mediante progresivos grados del saber. Kierkegaard utilizó a este personaje como una máscara filosófica para encarar el problema de la divinidad a través de la razón, subiendo escalón por escalón, en contraste con la posición más afín a la suya de caracterizar el movimiento de la fe como un salto.  Climacus es uno de esos pseudónimos en los que Kierkegaard acentúa su distancia irónica. Desde su nombre histórico, el del teólogo que asciende paso a paso, es posible encontrar una alusión a Hegel. En el De omnibus dubitandum est la referencia cartesiana es evidente. Es decir: Climacus condensa la apuesta por la racionalidad de la filosofía moderna de punta a punta. Pero da un paso más: es el racionalista que se arroja contra su límite y vive ese choque como una pasión, según un hallazgo metafórico extraordinario. Lo que hace el Johannes Climacus kierkegaardiano en Migajas filosóficas es señalar el límite más allá del cual no puede llegar la razón y así despeja el terreno para otra cosa.

La pregunta clave de Migajas... dice: ¿puede darse un punto de partida histórico para una conciencia eterna?  Ya lo vimos: el humano es un ente finito que, sin embargo, tiene sed de infinito, anhela infinitamente, quizá porque guarda una huella del infinito en algún rincón de sí mismo. Esa condición de inquietud insanable es la desesperación, a la que no será Climacus el que le ponga su nombre, sino, después, Anticlimacus. ¿Cómo se percibe este sabor de infinito (lo que resulta mucho más preciso que decir saber infinito)? ¿Cómo, cuándo, asistido por quién puede alguien saborear lo infinito, si existimos en el tiempo y vamos a morir? Convoquemos otra vez al joven enamorado de La repetición, a Job discutiendo con el mismo Yaveh, a Abraham cuando escucha la voz que le pide que sacrifique a su hijo. Incluso, más allá de Kierkegaard, convoquemos al hombre que se debate en una duda que sabe que no podrá olvidar (Descartes), a la mujer obsesionada por la limpieza que sólo logra ensuciar todo cada vez más (Heker) y al hombre que cuanto más toma más sed tiene (Castillo). Convoco aquí también a Nietzsche en su experiencia abisal del Eterno Retorno, ante la que pretende erguirse atado al falo de su voluntad de poder. Cada uno de ellos se choca con su límite, con esa sed que no se sacia. Cada uno de ellos se sostiene ante ese temblor del suelo o sucumbe. Algunos tratan  de olvidar o se extravían, otros se dejan guiar sin saber, confiando misteriosamente. La pregunta de Migajas filosóficas dice cómo es posible que surja ese sabor de lo eterno en la vida temporal y si existe alguien, un maestro, que pueda asistir a una persona en esas circunstancias.

En el libro se analizan dos vías incompatibles para acceder a esa conciencia eterna. En la primera, el modelo seguido por Sócrates en la antigüedad helénica, el maestro es sólo la ocasión para que el discípulo acceda a la conciencia eterna. Sucede que el discípulo ya está en la verdad desde el comienzo, aún sin recordarlo. Se trata de la doctrina griega de la reminiscencia, según la que todo hombre tiene la verdad guardada en potencia en su propia alma y sólo tiene que rememorarla. En esta vía, el instante temporal en que se accede a la verdad -o más precisamente: en que se la recuerda-, el punto de partida histórico para la conciencia eterna es completamente contingente y accidental. La verdad ya estaba ahí dentro y solo se despierta con ocasión del estímulo que puede dar un maestro socrático. El instante en que se produce este encuentro es un poco menos que nada, un soplo fugaz frente al peso de la eternidad, dice Climacus.

Hay otra vía: si el humano no tiene la verdad en sí mismo, si habita usualmente en la no-verdad -es decir: en lo velado-, entonces el punto de partida para acceder a la conciencia eterna, el instante en que se accede a la verdad, es decisivo. Y el maestro que propicia este acceso no es una mera ocasión, sino el que da la condición necesaria para que el discípulo la alcance. Se llega por un salto, quebrando la sucesión lineal del tiempo profano, a instancias de un otro completamente des-semejante. No se trata de un desarrollo inmanente de la experiencia de la conciencia ni del reconocimiento de dos conciencias semejantes y contrapuestas. No es una cuestión de conocimiento ni de reconocimiento.

Volvamos a Job y a Abraham, incapaces de juzgar el sentido de lo que se les pide, confiados en la voz que los llama. Esta voz procede de un otro. A este tipo de maestro se refiere la segunda alternativa considerada en Migajas filosóficas. Si este otro no otorgara la condición -digamos: la posibilidad de responder a su llamado-, el discípulo no podría nunca lograrlo por sí mismo. La persona por su propia fuerza no puede llegar hasta ahí. La voz de un otro, totalmente des-semejante, puede llamarla. Puede escucharse el llamado, pero también puede que no: nunca está decidido de antemano. Lo eterno no estaría en este caso en potencia en el alma, sino que irrumpiría en el preciso instante en el que el otro llama. ¿Cómo la eternidad puede hablar en un instante? Es algo inconcebible y no es una posibilidad humana convertirse en un maestro de este segundo tipo: el que puede dar la condición de la verdad tiene que ser un maestro muy distinto a Sócrates. Johannes Climacus plantea una disyunción excluyente: o bien el hombre vive en la verdad y en una ocasión contingente la recuerda, o bien el hombre está fuera de la verdad y necesita que la condición le sea dada y en el instante en que la recibe llega al mundo la eternidad:

“Y ahora el instante. Este instante es de naturaleza especial. Es breve y temporal como instante que es, pasajero como instante que es, es pasado como le sucede a cada instante en el instante siguiente, y decisivo por estar lleno de eternidad. Para este instante tendremos que contar con un nombre singular. Llamémosle: plenitud en el tiempo” [Migajas Filosóficas, las cursivas son de Climacus].

Este “nombre singular” de la plenitud en el tiempo es una referencia evangélica no declarada por Climacus. Se trata de un pasaje de la epístola de San Pablo a los Gálatas:

«...cuando éramos menores de edad, vivíamos como esclavos bajo los elementos del mundo. Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios». [Gál., 4, 4]

La palabra griega que nombra a esa “plenitud” es pleroma y significa cumplimiento, acabamiento, consumación. El instante en que la persona es alcanzada no es uno cualquiera entre otros, sino el decisivo, porque es el del encuentro con su verdad. La persona no puede disponer de su llegada, sino recibirla, cuando le llega, como se recibe un don, o rechazarla. Lo extraordinario, también lo absurdo, es que la persona sea contemporánea con ese instante en el que lo eterno irrumpe en el tiempo. Es el instante en el que Abraham es llamado por su propio nombre y dice: acá estoy.  El instante es la dimensión temporal en la que se desarrolla el intercambio entre dos contemporáneos, inconmensurables uno del otro. El tiempo en el que se revelan no una sino dos personas: el que llama y el que es llamado. Sólo en este encuentro de dos voces diferentes se puede comprender el sentido del instante kierkegaardiano.

Climacus reconoce la incapacidad del discurso racional para establecer una mediación ante esta irrupción de lo totalmente otro: lo infinito que toma contacto con la finitud, la eternidad que llega al tiempo. La razón choca contra su propio límite y esa choque es llamado por Climacus “paradoja”. La paradoja es la pasión de la razón de chocar contra su límite. La paradoja es el ab-surdo porque, desde este lado de la racionalidad, no es posible escuchar lo que la voz dice. La posibilidad más alta de la razón es querer su propia pérdida, desear el choque. Cualquier otra actitud racional es un gesto desesperado. Climacus es el pensador creado por Kierkegaard para pensar ese choque desde el interior de la racionalidad. Es la más alta posición de la razón, porque puede percibir y aceptar su propia finitud:

“¿Pero qué es eso desconocido con lo que choca la razón en su pasión paradójica y que turba incluso el autoconocimiento del hombre? Es lo desconocido. No es algo humano, puesto que eso [lo humano] se conoce, ni tampoco otra cosa que conozca. Llamemos a eso desconocido Dios”- dice Climacus. 

¿Y qué cabe pensar ante el desconocido? No un argumento que demuestre la existencia del desconocido, ni inventar una teoría -cosa ridícula- acerca del desconocido: Climacus no es un teólogo, alguien que se adjudique la capacidad de hablar acerca de Dios –tampoco lo es Kierkegaard. Lo que cabe pensar es su contemporaneidad con el desconocido que lo llama. Situarse en el instante en que se le plantea una decisión de eternidad: el instante del tiempo en el que decido quién seré. Ese encuentro de eternidad e instante es lo paradójico. La relación personal con el desconocido “es una pasión feliz que llamamos fe”. La razón chocó contra una imposibilidad suya y su posibilidad más alta es hacer de este choque una pasión feliz. Esta fe de la que Climacus habla no es un acto de la voluntad, ni el momento de un desarrollo inmanente, porque todo querer humano está operando siempre desde de la condición dada por un otro, el desconocido. Otra vez a Abraham, el que no daría el paso decisivo si no fuera llamado por esa voz. 

Una posibilidad humana es estar atento, afectado por la ambivalencia constitutiva de la atención: soy el que se distrae. El desconocido puede aparecérseme sin previo aviso, puedo caminar a su lado, comer y beber junto a él y no distinguirlo. Esta atención ambivalente es riesgosa porque es posibilidad: no es que yo esté constituido de modo que nunca pueda distinguir la verdad; estoy constituido de un modo que, cuando la verdad  me llama, puede que la escuche o puede que no. Esa indeterminación, la ambivalencia en la que a una persona le cabe jugar, es la libertad. No puedo decidir lo que he sido ni lo que será de mí, pero en el instante en que soy llamado puedo decidir escuchar. El instante es el encuentro del tiempo y la eternidad. No se sabe quién seré cuando me llamen: depende de lo que responda. Es una prueba.

Hay un pasaje evangélico que manifiesta esta ambivalencia de atención en la que radica toda posibilidad humana. Dos discípulos de Cristo van camino a Emaús [Lucas. 24, 15-32]. Conversan apenados por la reciente muerte de Jesús:

“Y sucedió que mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran. Él les dijo: «¿De qué discutís entre vosotros mientras vais andando?» Ellos se pararon con aire entristecido.

“Uno de ellos llamado Cleofás le respondió: «¡Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?» Él les dijo: «¿Qué cosas?» Ellos le dijeron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó. El caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro, y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que hasta habían visto una aparición de ángeles, que decían que él vivía. Fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a él no le vieron.

"Él les dijo: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras.

“Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado». Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iban dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado. Se dijeron el uno al otro: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?».”

Un desconocido comparte con nosotros un tramo del camino, vamos preocupados y no reparamos en él. Tenemos los ojos retenidos. Lo invitamos a compartir la mesa. Cuando recibimos el pan de su mano se nos cae el velo de los ojos: nos acordamos, en su gesto al compartir el pan, quién era este desconocido. Acaece la verdad como des-velo. Es un instante y entonces desaparece.

Es el desconocido del que habla, sin mencionarlo, Johannes Climacus.


El signo de contradicción

Anticlimacus es el autor de La enfermedad mortal y de Ejercitación del Cristianismo. Entre los pseudónimos de Kierkegaard ocupa un lugar especial, porque el danés apela a él después de haber hecho pública su estrategia de comunicación indirecta en los pasajes finales del Post-Scriptum Definitivo a las Migajas Filosóficas (firmado por Johannes Climacus en 1846) y en Mi punto de Vista (firmado por el propio Kierkegaard en 1848). Mientras los pseudónimos anteriores sólo de manera indirecta se refieren al problema de cómo llegar a ser cristiano, Anticlimacus es un autor cristiano, de una condición en nombre de la cual el propio Kierkegaard no se siente autorizado a hablar. En Ejercitación del Cristianismo, el desconocido del que unos años antes habló Climacus elípticamente en Migajas filosóficas es llamado por su propio nombre: Jesucristo.

¿Quién es el Jesucristo de Anticlimacus? Jesús, el de los Evangelios. El que invita: “Vengan a mí todos los que estén atribulados y cargados, que yo los voy a aliviar”.  Es un desconocido, un hombre insignificante, que invita desde su situación de humillado. Uno cualquiera, el prójimo. Nacido en una choza, de una mujer despreciada, hijo de un carpintero, en un pueblo que se considera a sí mismo el pueblo elegido de Dios, que espera un Mesías que según las profecías va a liberarlos. Pero aparece de un modo que no puede estar más lejos de lo que todos esperan, no está investido de ninguno de los emblemas de la realeza. Durante cierto tiempo llama la atención mediante milagros y otras señales, pero la hora de su popularidad pasa pronto. Él es la verdad -dicen los Evangelios-, pero no van a reconocerlo más que unos pocos discípulos y ellos mismos sólo por momentos, siempre vacilantes. Cuando él vaya a ser apresado y condenado, hasta ellos lo negarán. Desde esa situación de debilidad, desde la cruz, abandonado y despreciado, invita con los brazos abiertos y ofrece ayuda: parece ser el último al que uno podría acudir en busca de ayuda. El signo de la cruz muestra su violenta intestabilidad significante: el crucificado nos abraza: “Vengan a mí los que estén atribulados y cargados, que yo los voy a aliviar”. ¿Quién en su sano juicio podría aceptar esa invitación? ¿Cómo podría un humillado, burlado, injuriado y crucificado, poco antes de morir, ayudarnos?

Es un chiste, se ríen los paganos cuando Pablo les cuenta el cuento.

La buena noticia que trae es que ese hombre [Ecce Homo] es la realeza que todos estaban esperando, aunque los contemporáneos no lo reconozcan. Una buena y una mala: lo matan. Lo distingue su falta de distinción, ser un insignificante, juntarse con los débiles, con los pobres, mirar con desconfianza a los ricos. Es fácil escandalizarse cuando él invita, cuando dice a los atribulados que los va a aliviar. Por una brusca transfiguración del signo, su insignificancia puede invertirse en la significación decisiva para mí, si yo confío.

¿Cómo reconocerlo?- pregunta Anticlimacus. Las señales y milagros llaman la atención, impactan un rato, pero la multitud se aburre pronto y en seguida ya está en otra cosa. La verdad se nos aparece y desaparece por nuestra atención inestable. Los datos objetivos en los que los contemporáneos de la verdad podrían reparar nunca son conclusivos, porque la objetividad da lugar a infinitas consideraciones y derivaciones que siempre patean la decisión: ese hombre podría ser esto, pero podría también ser lo otro. ¿Por qué aceptar la invitación? ¿Por qué confiarle? ¿Qué puedo ganar? Y sin embargo, con tantos obstáculos, siempre a punto de caer, en el instante, ahí está la posibilidad. Ese instante solo puede alcanzarte en soledad, una vez que se callaron las consideraciones indecidibles del saber objetivo, el reconocimiento recíproco y el prestigio mundano. La determinación de la verdad, dice Anticlimacus, es que ella es siempre PARA TI [en mayúsculas en el original]. Para cada singular en soledad, sin apelación posible a ninguna objetividad, tampoco fundado en ninguna subjetividad, puesto que responde al llamado de un otro.

“Lo pasado no es realidad para mí -escribe Anticlimacus-; solamente lo contemporáneo es verdad para mí. Aquello con lo que tú vives contemporáneo es realidad para ti. Y de esta manera cualquier hombre solamente puede ser contemporáneo: con el tiempo en que vive –y con una cosa más, con la vida de Cristo sobre la tierra, ya que la vida de Cristo sobre la tierra, la historia sagrada, se mantiene privilegiadamente por sí misma fuera de la historia.”

En este contexto es donde alcanza su sentido más concreto el singular kierkegaardiano, tantas veces mal traducido como “individuo”. No se trata de una auto-afirmación de la voluntad ni de un subjetivismo extremo. Es otra cosa: una dimensión inconmensurable con la historia, la que no por esto desaparece: pero es puesta en vilo. Cada uno es, en relación con las coordenadas socio-históricas, uno más en una larga serie, un punto de cruce de fuerzas impersonales, un ejemplar de la especie. En la perspectiva historicista, cada hombre es casi nada. Pero existe otra posibilidad: cuando la verdad te mira a los ojos. En ese instante se revela quién sos. No está escrito en ninguna parte, estás solo ante la verdad para decidirlo. Anticlimacus dice: sólo ante Dios.

El Jesucristo de Anticlimacus es signo de contradicción: Dios y hombre al mismo tiempo, una conjunción inconcebible, el gran analizador, el que ilumina con un flash todas tus sombras. No se trata de un concepto, no es una síntesis en sentido hegeliano de lo divino y de lo humano sub specie aeterni. La conjunción Dios-hombre es resistente al concepto: lo mejor que puede hacer el concepto, como escribía Johannes Climacus, es chocar apasionadamente ante su límite y replegarse. El Dios-hombre no es tampoco un pensador eminente, el autor de una doctrina verdadera, porque la verdad no es una doctrina, sino un camino y una vida:

“...la verdad, en el sentido de que Cristo es la verdad, no consiste en una suma de proposiciones, ni en una determinación conceptual y cosas similares, sino que es una vida. (...) Y por eso la verdad, entendida cristianamente, no es naturalmente lo mismo que saber la verdad, sino ser la verdad”.

El Dios-hombre es signo de contradicción. Esta contradicción no es lógica ni se resuelve en el plano de la reflexión. No se la resuelve de ninguna manera, sólo se la puede vivir. ¿Qué significa vivir la contradicción? Significa que, ante ese prójimo, desconocido, insignificante, no semejante, otro, en el instante en que se te aparece, se hace patente el pensamiento de tu corazón. Es decir: ahí se va a ver quién sos. Ese otro te pone ante una encrucijada: creés o te escandalizás. Creer no es aceptar dogmáticamente una doctrina. Creer es, dicho en término prácticos, amar a ese desconocido, confiarle. Esta posibilidad de patencia es condición de la verdad, pero demanda de mi decisión:

“Cuando alguien dice directamente: yo soy Dios, mi Padre y yo somos una misma cosa, estamos ante una comunicación directa -sigue Anticlímacus-. Mas si Aquel que lo dice, el comunicante, es este singular (enkelte), uno cualquiera, entonces la comunicación deja de ser totalmente directa; puesto que no es precisamente muy directo ni mucho menos que un singular tenga que ser Dios –en tanto que lo que dice es totalmente directo. La comunicación contiene una contradicción al estar implicado en ella el que comunica, por lo que permanece como comunicación indirecta, que te enfrenta a una elección: si le quieres creer a Él o no”.

Ser un signo de contradicción: esta es una expresión que Anticlímacus toma de los evangelios, a la que dota de una potencia semántica inusual. En su condensación de atributos contrapuestos -debilidad y fortaleza, insignificancia y realeza, intemperie y protección, extravío y encuentro, indiferencia y don- el otro se vuelve signo no de un conocimiento absoluto, sino de una interrogación para mí. Viene a descolocar todas las posiciones establecidas, a iluminar los pliegues oscuros de la comunidad, a proteger a los maltratados, a invitar a los ricos a despojarse de su fortuna y a destituir a los sabios. Es el gran analizador. Piedra de escándalo para los judíos -los suyos, los que lo esperaban- y necedad para los paganos. El signo de contradicción no admite una síntesis superadora: los polos de la tensión subsisten en inestabilidad perpetua. Cualquier juicio histórico queda suspendido. La verdad ocurre como una conmoción, una fisura en la pesadez de los muros macizos de los establecimientos. Ante su debilidad manifiesta, absurdamente, toda estatura mundana se viene abajo y lo caído se levanta. La inestabilidad del signo que reúne esto y lo otro precipita la revelación de la condición íntima de cada cual. Esta revelación no ocurre en la esfera de la publicidad sino en el secreto de la soledad. No propicia ninguna exhibición resonante sino un gesto de amor silencioso. Esta disposición inmanejable sacude la historia entera en un instante.

Ni siquiera Dios puede comunicar directamente que él es la verdad, aunque esté delante de mí y diga: “soy la verdad”. Todavía falta que cada uno se decida. ¿Por qué tendrías que confiar en la verdad cuando ella te habla? ¿Por qué confiar en un desconocido? No hay por qué: podés confiarle o no. Podés perfectamente odiar al desconocido, darle la espalda, despreciarlo o serle indiferente. La condensación de toda estas posibilidades negadoras es el escándalo: la repulsa de la verdad. Si el singular no advierte esa posibilidad, entonces tampoco puede elegir la fe. La posibilidad del escándalo es lo que le da seriedad al dilema: 

“Lo exigido ahora -dice Anticlimacus- es un modo de recepción completamente definido: el de la fe. Y la fe es por su parte también una determinación dialéctica. Fe es una elección, de ningún modo es una recepción inmediata –y el que la recibe es aquel que patentiza si desea creer o escandalizarse.”  

Determinación dialéctica no significa en los textos kierkegaardianos lo mismo que en el sistema hegeliano. En este contexto significa una circulación de significados contrapuestos y pendientes de una decisión solitaria  Dialéctico es tanto como dialógico: se te dirige una palabra que no puede entenderse de modo inmediato -una vez más: como Abraham, como Job-, porque hay un rango de posibilidades en el que tiene que hacerse patente quién sos. No se resuelve en los conceptos sino que se decide en tu vida; no sucede en el escenario de la historia universal, no actúa la humanidad: se dirige a vos y vos solo decidís.

En términos epistemológicos, Kierkegaard se vale de Anticlimacus para rescatar una acepción de la verdad que difiere de modo terminante del concepto usual en la tradición occidental: "Yo para esto he nacido y he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad". (Juan 18, 37). Y Poncio Pilatos acota: "Pero, ¿qué es la verdad?". Anticlimacus comenta, a propósito de este pasaje:

"¿Cómo podría Cristo esclarecérselo a Pilatos con palabras, cuando la verdad misma que es la vida de Cristo no le ha abierto los ojos a Pilatos para que vea lo que es la verdad? Parece como que Pilatos está deseoso de saber, dispuesto a aprender, pero verdaderamente su pregunta es disparatada del todo, no porque pregunte «qué es la verdad» sino porque se lo pregunta a Cristo, cuya vida es cabalmente la verdad y que, por eso mismo, en todo momento muestra con su vida lo que es la verdad con mucha más fuerza que todas las agudísimas y prolijísimas exposiciones de un pensador".

La verdad no es una doctrina ni el resultado de una investigación. Porque en este relato la única respuesta verdadera sobre lo que es la verdad consiste no en saber la verdad, sino en ser la verdad. El ser de la verdad, sostiene Anticlímacus, no es una duplicación directa del ser en relación al pensamiento -diríamos: la verdad no es una representación, algo que se realice al ser pensado. La verdad y el error no están confinados en el ámbito de la subjetividad, como adecuación recíproca entre el objeto y el sujeto -sea del sujeto al objeto, del objeto al sujeto, o como síntesis superadora de la diferencia entre ambos, según las diversas variantes de la gnoseología moderna-; ni tampoco en el ámbito de la moralidad, como acomodamiento de mi conducta a una normativa general. Esta lectura de la palabra de Cristo en los Evangelios que formula Anticlimacus recusa la concepción moderna de la verdad, desde Descartes hasta Nietzsche o Husserl, donde la verdad siempre se asienta en un ser pensado. La verdad solo existe si se hace vida en mí. Por esto, la verdad no puede enseñarse sino vivirse. La verdad es vida.

La otra determinación decisiva de la verdad es la distinción que se establece entre el camino y el resultado. Si la verdad fuera un resultado, entonces la diferencia entre el que llega primero a ella y el que viene después consistiría en que este último puede alcanzar muy rápido el punto al que el precursor llegó trabajosamente. La llegada del precursor a la verdad eximiría al seguidor de tener que caminar. Pero si la verdad es el camino, no hay manera de que ningún seguidor pueda eximirse de recorrerlo porque otro antes lo haya hecho. La verdad no puede enseñarse sino recorrerse. Cada cual la alcanza solo por primera vez.

Cuando la verdad es no un saber sino un ser, no el resultado sino el camino, "es imposible que pueda haber ningún acortamiento esencial en la relación entre el precursor y el seguidor, imposible que lo haya de generación en generación, aunque el mundo durase 18.000 años, porque la verdad no es distinta del camino, sino que es cabalmente el camino". Por eso la cristiandad es una estafa, porque finge que la fe es algo que puede transmitirse por tradición. Por eso, también, Kierkegaard se aparta netamente de toda concepción progresista de la historia. Porque con cada uno la verdad vuelve a aparecer o a perderse, sin que pueda relevarse de uno a otro como en una carrera de postas. En lo que respecta a la verdad nadie acumula puntaje para otros. Incluso uno solo no puede dar por sabida una verdad y dejarla disponible para volver a ella como a un recuerdo, sino que tiene que vivirla en cada instante volviendo al inicio. En este contexto, con la verdad como camino y como vida, la noción de recuperación (Gjentagelse) adquiere su sentido más preciso.


Libertad y posibilidad

Recuerda Anticlimacus en Ejercitación del cristianismo- que Jesús dijo: “bienaventurado el que no se escandalizare de mí” [Mat. 11, 6]. No se trata de pasar por el escándalo para llegar a la fe, como si se recorrieran las etapas de un progreso dialéctico a la manera hegeliana: la diferencia entre fe y escándalo subsiste en todo momento y es inconciliable, como no pueden serlo otras dos cosas en la vida humana. No hay conciliación posible no pueden conservarse en una unidad superior. La fe o el escándalo son las dos posibilidades más distantes que se pueden dar en la vida y es en la encrucijada entre ambas en la que habita una persona todo el tiempo.

Por eso, en la contemporaneidad late una inquietud que nunca cesa. No existe en el pensamiento kiekegaardiano un creyente que pueda ponerse a salvo de la posibilidad del escándalo: si así fuera, junto con esta posibilidad se dejaría atrás la misma fe. No hay tampoco una iglesia triunfante. Cada uno está siempre en la encrucijada. Por eso dice Johannes Climacus en Migajas filosóficas: “Si la generación contemporánea de los creyentes no tuvo tiempo de triunfar, ninguna otra generación lo tiene, puesto que la tarea es la misma y la fe está siempre en lucha; por ello mientras vuelva la lucha, hay posibilidad de derrota y por ello en el ámbito de la fe nunca se triunfa antes de tiempo, es decir, nunca en el tiempo.”

Ilustraciones: Carmen Cuervo

jueves, 22 de marzo de 2018

Desesperación y Recuperación (Escuchar una voz III)

Ilustración: Carmen Cuervo

por Oscar Cuervo *

* [Esta es una reescritura del capítulo 3 del libro Kierkegaard: Escuchar una voz editado por Quadrata en 2010. Esta nueva versión de 2018 contiene algunos cambios sustanciales]

Experiencia de la finitud del hombre y sed de infinito

[Viene del post anterior] Hay en la literatura argentina una novela escrita por Abelardo Castillo titulada El que tiene sed. Está protagonizada por Esteban Espósito, un alcohólico. “El que tiene sed” es una posible traducción para la palabra de origen griego “dipsómano”. Es una figura eficaz para comprender una de las nociones centrales del pensamiento de Kierkegaard: la desesperación. El que tiene sed no la puede saciar con nada, la sed lo lleva a tomar y el tomar le da más sed y entonces toma más. Esto desencadena una deriva infinita que, como tal, está destina al fracaso, porque el dipsómano nunca va a saciar su sed. Un ejemplo similar se halla en el cuento de Liliana Heker “Cuando todo brille”. Presenta a una mujer obsesionada por la limpieza, presa de una compulsión que la lleva a no poder parar nunca ante la insoportable idea de que el menor rastro de polvo pueda ensuciarlo todo. Después de limpiar su departamento frenéticamente, Margarita quiere detenerse a descansar pero algo la  inquieta:

“Después respiró profundamente el aire embalsamado de cera. Echó una lenta mirada de satisfacción a su alrededor. Captó fulgores, paladeó blancuras, degustó transparencias, advirtió que un poco de polvo había caído fuera del tacho al sacudir el escobillón. Lo barrió; lo recogió con la pala, vació la pala en el tacho. De nuevo sacudió el escobillón, pero esta vez con extrema delicadeza, para que ni una mota de polvo cayera afuera del tacho. Lo guardó en el armario e iba a guardar también la pala cuando un pensamiento la acosó: la gente suele ser ingrata con las palas; las usa para recoger cualquier basura pero nunca se le ocurre que un poco de esa basura ha de quedar por fuerza adherida a la superficie. Decidió lavar la pala. Le puso detergente y le pasó el cepillo, un líquido oscuro se desparramó sobre la pileta”.

Es fácil imaginar que Margarita nunca logrará el reposo porque, a medida que limpia, va desplazando y extendiendo más y más la suciedad que quiere eliminar: “Fregó la pileta con el trapo y se dio cuenta de que si ahora lavaba el trapo en la pileta esto iba a ser un cuento de nunca acabar”. Si limpia la pileta, se le ensucia el trapo; y si limpia el trapo, se le ensucia otra cosa. Esto nos vuelve a empujar hacia una deriva infinita, un cuento de nunca acabar. El título “Cuando todo brille” parece estar señalando una imposibilidad. No va a llegar el día en que todo brille y esta obsesión por la limpieza va a llevarla a propagar la suciedad incesantemente.

El hombre que al beber tiene más sed y la mujer que quiere que todo brille pero ensucia su casa cada vez más son figuras muy aptas para ejemplificar la desesperación. Se trata de una situación de la existencia en la que el ser humano está tironeado entre lo finito y lo infinito. Somos finitos, es decir: limitados; pero tenemos sed de infinito. Sentimos esa sed al mismo tiempo que la imposibilidad de saciarla. Al advertirlo, pensamos: “todo está perdido”. Kierkegaard define la desesperación con estas tres palabras pero también señala la posibilidad de una salida. Se trata de una de las ideas más difíciles y peor entendidas del pensamiento kierkegaardiano. A esta posibilidad que permite salir de la desesperación se la conoció en las traducciones al castellano como la repetición. La palabra danesa que usa Kierkegaard es Gjentagelsen. Otra traducción posible y quizás más precisa sería "recuperación".

Para interpretar este concepto conviene adoptar la cautela que requiere la estrategia kierkegaardiana de la comunicación indirecta. Si alguien intentara indicar directamente cómo apagar esta sed insaciable, todo lo que podría decir sería un engaño más, como si a Margarita intentáramos venderle un detergente que dejara todo definitivamente blanco. En cambio, lo que Kierkegaard se propone es hacernos topar con la experiencia de que ningún detergente puede limpiarlo todo, porque efectivamente todo está perdido. Y después suspendernos en la pregunta de cómo sostener la existencia cotidiana frente a esa pérdida ineludible. 

Gjentagelsen es el título del libro en el que Kierkegaard aborda este problema, conocido en los países de habla castellana como La repetición. El libro está firmado y narrado por el pseudónimo Constantin Constantius. Hoy en día es de público conocimiento pero, cuando se editó en 1843 en Copenhague, para los vecinos de Kierkegaard ese libro no estaba escrito por él. El mismo día en que editó Gjentagelsen, Kierkegaard también editó Temor y temblor bajo el seudónimo de Johannes de Silentio. De un modo indirecto, Temor y temblor también trata de esta experiencia de advertir que “todo está perdido”, así como de una posible salida a esa desesperación.

Es interesante tener en cuenta que Gjentagelsen tiene como subtítulo: Un ensayo de psicología experimental. Pero el libro no tiene nada que ver con lo que entendemos por psicología experimental. Lo que Constantín cuenta es el vínculo de confidente que establece con un joven enamorado de una chica. La pareja está en el pináculo del amor, un amor correspondido. Pero precisamente en ese momento feliz se despierta en el muchacho una rara melancolía porque siente que, teniéndola, ya la perdió. Empieza a proyectar con su imaginación las posibilidades futuras y teme que cada acercamiento hacia ella sea una pérdida. Esa proyección funciona entonces como una profecía autorrealizada. Empieza a perderla. Padece la finitud de su felicidad amorosa, la angustia ante la posibilidad de perder lo que tiene. Lo curioso es que el joven vive este amor presente como si fuera un recuerdo, es decir, como si ya hubiera terminado y él estuviera colocado en una posición en la cual el amor ya se ha perdido. En el mismo momento en que está con ella experimenta su relación como un recuerdo. Dice Constantín Constantius:

“Nuestro joven, pues, estaba profunda e íntimamente enamorado. De esto no podía caber la menor duda. Y, sin embargo, ya en los primeros días de su enamoramiento se encontraba predispuesto no a vivir su amor, sino solamente a recordarlo. Lo que quiere decir que, en el fondo, había agotado ya todas las posibilidades y daba por liquidada la relación con su novia. En el mismo momento de empezar ha dado un salto tan tremendo que se ha dejado atrás toda la vida”.

Constantín no objeta que el joven atraviese esta experiencia, porque la considera típica de esa disposición (Stemmning) erótica. Pero se sorprende de que el muchacho no pueda contrarrestar esa melancolía con una disposición equivalente de signo contrario:

“Cada uno debe de hacer verdad en sí mismo el principio de que su vida ya es algo caducado desde el primer momento en que empieza a vivirla, pero en este caso es necesario que tenga también la suficiente fuerza vital para matar esa muerte propia y convertirla en una vida auténtica. En la aurora de la pasión amorosa luchan entre sí el presente y el futuro con el fin de alcanzar una expresión eternizadora”.

Constantín señala la tensión entre finitud e infinitud que antes mencioné. El narrador pseudónimo considera la situación desde una posición subjetiva distante, como si observara el drama desde afuera, sea porque, ya maduro, logró aplacar el ardor juvenil, o por su imposibilidad particular de involucrarse pasionalmente. A Constantius le gusta el teatro y por eso es estéticamente un espectador. Encuentra su disfrute cuando el muchacho le cuenta sus pasiones.

Constantín vincula la pasión que está atravesando el joven con una experiencia que él mismo vivió un tiempo atrás. Había viajado a Berlín y asistió a una representación teatral que lo fascinó. Esa temporada fue para él inolvidable. Recuerda el hotel, la habitación donde estuvo, la ventana por la que se asomaba, el palco desde el que presenció la obra, los nombres de cada integrante del elenco.  Goza en el recuerdo. Tiempo después se propone repetir esa experiencia feliz. Vuelve a la misma habitación del mismo hotel, al mismo teatro, para ver la misma obra, desde el mismo palco, con el mismo elenco... ¡y no vuelve a sentir el placer que experimentó la primera vez! Esto representa una pérdida enorme. También él se plantea el problema de cómo recuperar lo que continuamente va perdiéndose. La experiencia de la finitud humana no impide una sed de infinito. Pero su Stemmning distante le permite contrapesar la pérdida y no caer en la melancolía del muchacho.



Ilustración: Carmen Cuervo

La recuperación

Lo que el libro plantea es: ¿cómo es posible recuperar esta cima de felicidad? ¿cómo transitar esta experiencia sin que se vea amenazada continuamente por el hastío, la ruina, la certeza de que lo que se tiene está perdiéndose? ¿O es que no hay salida y todo está perdido? 

Volvamos a considerar el término danés con el que Kierkegaard se refiere a la posibilidad de sostenerse frente a esta pérdida incesante. Como ya dije, Gjentagelsen se tradujo al castellano como “repetición”. La traducción no es incorrecta pero, si no se capta con precisión el matiz que designa, puede dar lugar a malos entendidos. La etimología de Gjentagelsen dice literalmente: re-toma. Se vincula con un término latino del lenguaje jurídico, reintegratio, la reintegración. Es decir, el re-cobrar, la recuperación, el acto por el cual se me restituye un bien que se me quitó.

El idioma danés también  cuenta con la palabra de origen latino Repetition. Si Kierkegaard usó Gjentagelsen y  no Repetition es porque no quería aludir al concepto usual de repetición, el hábito al que se vuelve mecánicamente cada día o, lo que es mucho peor, una rutina que se desgasta cada vez más. En cambio, Gjentagelsen alude a una recuperación, recobrar el amor de modo que cada vez sea no "como" la primera, sino verdaderamente la primera. Esto es lo contrario de la repetición circular del matrimonio, en la que el hombre empieza a ver a la que años atrás fue su joven amada como parte de una institución establecida y se aburre de ella, de la pareja que forman y de sí mismo. El asunto es cómo recuperar lo que inevitablemente se pierde, si es que este propósito no es en sí una paradoja.

El consejo que le da Constantín al joven es que, dado que la relación amorosa le provoca un dolor intolerable, él fuerce la situación para lograr la ruptura del noviazgo, que se muestre como un tipo despreciable e infiel para que la chica crea que fue ella la que tomó la decisión de separarse. Hay quienes encuentran en este relato una referencia a lo que el propio Kierkegaard estaba viviendo por esos días en su noviazgo con Regina Olsen. Es posible, pero esta referencia biográfica no logra echar luz sobre la idea de recuperación que Kierkegaard está persiguiendo. Lo que sí puede saberse por los testimonios que Kierkegaard dejó escritos en sus diarios es que él vaciló mucho acerca de cómo terminar el relato e incluso decidió cambiar el final que tenía previsto.

El joven no acepta la sugerencia de Constantín de una ruptura inducida y corta abruptamente el contacto con el confidente. Constantín se queda intrigado. Pasado un tiempo, el muchacho vuelve a enviarle correspondencia. Le cuenta que abandonó a la chica sin revelarle el motivo. El confidente no parece comprender del todo la conducta del joven, pero, dado que él es quien nos relata la historia, esto le permite a Kierkegaard dejar el sentido de todo este embrollo en un cono de sombras, en una típica operación de comunicación indirecta. El lector no tiene más remedio que tratar de comprender al joven desde el punto de vista de alguien que en el fondo no lo entiende:“Quizá no haya comprendido bien al muchacho, quizá él me haya ocultado algo esencial, quizá ame todavía ver a la joven que abandonó sin decir una palabra, ni la menor explicación”.

El muchacho reaparece a través de una carta que le manda a su confidente, con un entusiasmo inusitado por el Libro de Job, el relato del Antiguo Testamento: Job es un hombre bueno y justo a quien Yaveh permite que Satán ponga a prueba. Es curioso este pasaje del Antiguo Testamento en el que Yaveh y Satán comparten este trato, poniéndose de acuerdo en probar a Job. No hay rastros acá de una teología binaria, a la manera de los maniqueos, con el Bien y el Mal luchando como dos entidades opuestas, pero tampoco puede reconocerse algo parecido a una ontología platónico-agustiniana que pendula entre el Bien y el No-Bien, la que finalmente terminó prevaleciendo en la doctrina de la cristiandad. En este antiguo relato, Satán es sencillamente el acusador, sin las connotaciones éticas y ontológicas que en los siglos siguientes va a adquirir. El acusador sostiene que Job es un hombre tan íntegro sólo porque Yaveh lo benefició habiéndole regalado una familia numerosa y una vida próspera; es decir, Job es bueno porque es feliz, pero bastaría con que perdiera sus dones y su bienestar para que el buen hombre se muestre impío y mezquino. Yaveh acuerda con Satán que le quite a Job sus posesiones, sus riquezas, su familia e incluso su salud, para ponerlo así a prueba. Lo único que a Satán no le está permitido es quitarle la vida. Job atraviesa entonces una serie de catástrofes personales: pierde a sus hijos, su hacienda, su bienestar. Pero lejos de maldecir a Yaveh por esto, dice la frase: Yaveh dio, Yaveh quitó. Bendito el nombre de Yaveh”. Hasta su propia mujer, al verlo despojado de todos sus bienes terrenales y sus afectos, le reprocha que con todo eso no sea capaz de maldecir a Dios:

“«¡Maldice a Dios y muérete!». Pero él le dijo: «Hablas como una estúpida cualquiera. Si aceptamos de Dios el bien, ¿no aceptaremos el mal?». En todo esto no pecó Job con sus labios” (Job, 2, 9-10).

El joven enamorado de Gjentagelsen parece encontrar en Job un espejo de sus desdichas, en realidad prefiguradas, porque a él todavía nada se le ha quitado, sólo perdió el sosiego que se quitó a sí mismo al vivir lo que hoy tiene como si ya lo hubiera perdido. El muchacho admira la entereza espiritual de Job para sobreponerse a la pérdida. Le escribe a Constantín:

“¡Oh Job, déjame unirme a ti con mi dolor! Yo no he poseído las riquezas del mundo, ni he tenido siete hijos y tres hijas, pero también el que ha perdido una pequeña cosa puede afirmar con razón que lo ha perdido todo; también el que perdió a la amada puede decir en cierto sentido que ha perdido a sus hijos y a sus hijas; y también él que ha perdido el honor y la entereza, y con ellos la fuerza y la razón de vivir, también él puede decir que está cubierto de malignas y hediondas llagas”.

Job perdió efectivamente sus posesiones terrenales y esta historia le permite al joven comprender su propia posibilidad aniquiladora. Por una proyección de pensamiento, el muchacho vive su posible pérdida, aún no consumada, como una posibilidad inevitable. Perder algo es el anticipo de perderlo todo. El muchacho tiene el amor de su chica pero cree o sabe -incluso provoca- que la va a perder. Perder algo finito despierta un vértigo infinito. En la carta a Consantín el joven dice que ha encontrado en Job a su auténtico confidente. Vuelve una y otra vez a este relato para identificarse con los lamentos de Job, que clama al cielo por el dolor de sus pérdidas, pero también para sostenerse en la confianza del hombre que ni siquiera en la desgracia más espantosa reniega de su piedad. Job logra que el propio Yaveh comparezca ante sus reclamos y le responda en persona. Yaveh le dice que no se trata de ser premiado por sus buenas acciones, puesto que no es posible captar humanamente Sus motivos. Job comprende la respuesta y acepta que, aún siendo un hombre justo, no se arroga la capacidad para comprender esto:

“Yo te conocía sólo de oídas/ mas ahora te han visto mis ojos. / Por eso me retracto y me arrepiento / en el polvo y la ceniza” (Job, 42, 5-6).

En el Antiguo Testamento, Yaveh, al ver que Job no perdió su fe y se percató de la vanidad de sus lamentos, le restituye todo lo que le había quitado, pero ahora se lo da por partida doble. Se trataba de una prueba a la que Job fue sometido y que él pudo superar. En esta restitución, el joven encuentra una salida a su propia desesperación. Pero a la vez se da cuenta de la dificultad de reconocer en qué consiste una prueba. No hay un saber posible respecto de cuándo alguien está siendo sometido a una prueba y cómo ha de actuar frente ella. No hay una ciencia de las pruebas. Cada prueba atañe a una persona singular y solo a él. Se trata de ser capaz de quedarse sólo y sin saber frente a un otro cuyos motivos no se comprenden. Constantín Constantius no entiende cabalmente cómo el joven encuentra una salida en la posición de Job. El final de este relato que giró alrededor del problema de la recuperación queda envuelto en un aire enigmático.

Leí este libro varias veces y siempre me quedó la sensación de que la cuestión decisiva está elidida,  solo indicada de manera indirecta. Kierkegaard logra ese efecto enigmático a través de la disposición formal de su obra: Constantín Constantius, el que cuenta la historia, nunca termina de entenderla. ¿Cómo sonaría una historia contada por un narrador que no la comprende del todo? Así funciona la comunicación indirecta: merodear el asunto sin poder abarcarlo. Cuando le comenté mi idea a otros expertos en estudios kierkegaardianos, no fue muy bien recibida. Los lectores de filosofía están acostumbrados a leer libros en los que quien enuncia dice saber de qué está hablando. En cambio, la idea de un narrador que no comprende bien su historia no es tan extraña para una literatura no filosófica. Gjentagelsen pertenece a un extraño género literario, una especie de novela filosófica trunca, a pesar de que su "autor", Constantín Constantius, la caracteriza como Un ensayo de psicología experimental. Parece una broma, como muchas veces pasa con los títulos y los subtítulos de los pseudónimos estéticos de Kierkegaard.

En esta torsión formal puede reconocerse la auténtica discrepancia de Kierkegaard con el Sistema del Saber Absoluto postulado por Hegel. Y esto vale más allá de los críticos que alegan que Kierkegaard no conocía la filosofía hegeliana de primera mano, sino a través de sus epígonos daneses -hipótesis que consideré en el post anterior -"¿Tiene razón Kierkegaard en sus objeciones contra Hegel?"-. Kierkegaard se diferencia de Hegel no sólo ni principalmente por su reivindicación del singular contra la primacía del universal, sino por la posibilidad de resistencia que la verdad opone contra el concepto. Hegel plantea la exigencia de una manifestación completa del saber absoluto, que no puede resistir la voluntad de conocer. Dice en su Enciclopedia de las ciencias filosóficas:

"La esencia primero oculta y cerrada del universo no tiene fuerza alguna que pudiera prestar resistencia al coraje del conocimiento, tiene que abrirse a él y poner ante sus ojos y dar a disfrutar su riqueza y profundidades".

En el sistema hegeliano, el absoluto está imposibilitado de ofrecer resistencia a su propia manifestación, porque su esencia consiste en su voluntad de mostrarse totalmente. Esta imposibilidad de resistirse al saber es la fuerza de su absolutez. Todo lo real es racional. En el dispositivo kierkegaardiano de comunicación indirecta, por el contrario, queda siempre un resto de verdad que se resiste a la voluntad de saber, un punto ciego ante cuya elusividad todo decir se topa una y otra vez ante un límite. Este "tener que abrirse y ponerse ante los ojos" es lo que según Kierkegaard nunca termina de cumplirse. El secreto insiste. Algo, lo decisivo, se sustrae al saber. A la irresistible imposibilidad de sustraerse sostenida por Hegel se opone la posibilidad resistente de Kierkegaard. Se escribe para hacer lugar al silencio.

Un año después de Gjentagelsen, Kierkegaard publica El concepto de la angustia con el pseudónimo Vigilius Haufniensis. El libro tiene otro curioso subtítulo Un mero análisis psicológico en dirección al problema dogmático del pecado original. Otro psicólogo, ¿otra broma? En la nota 3 de ese libro, Vigilius se refiere sarcásticamente a Gjentagelsen  y lo vincula con un libro, Temor y temblor -¡editado ese mismo día, el 16 de octubre de 1843!-, firmado por Johannes de Silentio, otro pseudónimo de Kierkegaard.

En esta nota, Vigilius dice:

"Este último libro [Gjentagelsen], desde luego, es una obra estrafalaria, y lo curioso es que así lo quiso el autor intencionadamente. Sin embargo, en cuanto yo sepa, él ha sido el primero que con energía se ha fijado en la repetición [Gjentagelsen, i.e.: la recuperación]. Pero C. Constantius vuelve a ocultar en seguida lo que ha descubierto, camuflando el concepto con el ropaje bromístico de la correspondiente descripción. Es difícil decir por qué ha hecho semejante cosa, o más bien es difícil de comprenderlo. Claro que él mismo nos aclara (al principio de la carta con que cierra el libro) que ha escrito de esa forma "para que no puedan entenderlo los herejes". Por otra parte, no pretendiendo otra cosa que tratar el tema estética y psicológicamente, era natural que la forma fuese humorística. Tal efecto lo consigue admirablemente, unas veces haciendo que las palabras signifiquen todo, otras significando lo más insignificante. De esta suerte, el tránsito de un sentido a otro -o, mejor dicho, el constante estar cayendo de las nubes- es provocado sin cesar por los contrastes bufos que escalonan la obra".

Efectivamente, en una carta que funciona como epílogo de Gjentagelsen, Constantius se dirige a su lector:

"Mi querido lector:

"Perdona que te hable con tanta confianza, pero no te preocupes, que todo quedará entre nosotros. Porque a pesar de ser un personaje ficticio, no eres para mí una colectividad, una multitud indiferenciada, sino un singular. Estamos, pues, los dos solos, tú y yo.

"Si admitimos de entrada que no son lectores verdaderos los que leen un libro por razones fortuitas y baladíes, extrañas por completo al contenido del mismo, entonces tendremos que afirmar categóricamente que incluso los autores más leídos y celebrados no cuentan en realidad sino con un número muy reducido de verdaderos lectores. ¿Quién, por ejemplo, desperdicia hoy ni un minuto de su precioso tiempo entreteniéndose con esa idea peregrina de que ser un buen lector es un auténtico arte? ¿Y, todavía menos, quién es el prodigio que intente de veras ejercitarse en este arte de ser un buen lector? Este lamentable estado de cosas no ha podido menos que ejercer una influencia decisiva en un autor a quien conozco personalmente y que, a juicio mío, hace muy pero muy bien, a imitación de Clemente de Alejandría, en escribir de tal manera que los herejes no puedan comprenderlo".

Entonces no es Constantín, sino un autor a quien él dice conocer personalmente y no nombra el que imita a Clemente de Alejandría [150-215]. Es Clemente quien dice escribir para que los herejes no puedan comprenderlo. Constantín aprueba y emula ese proceder. Vigilius Haufniensis atribuye imprecisamente esas palabras al propio Constantín. ¿Quién será ese autor a quien Constantín conoce personalmente? ¿Tal vez el propio Kierkegaard? Esta marginal nota al pie es reveladora de los procedimientos laberínticos de enunciación que Kierkegaard pone en marcha a través de su remisión de pseudónimos. Constantius le habla a un lector que él mismo define como un personaje ficticio, querido y singular. Dice estar solo con ese ser ficticio a quien escribe. Hoy sabemos que el propio Constantín es un personaje ficticio creado por Kierkegaard para escribir Gjentagelsen, al que otro autor ficticio creado por Kierkegaard, Vigilius, califica a la vez de original, errático e inconsecuente. Parece claro que a través de estos reenvíos, en el vacío que estos textos circundan, debe buscarse el sentido al que Kierkegaard se propone llevarnos.

Constantín epiloga su libro diciendo que es muy difícil que un autor encuentre a un verdadero lector. Le adjudica a la buena lectura el rango de prodigio artístico. Este encuentro anhelado se hace posible si el autor hace silencio sobre lo decisivo y confía en que puede existir al menos un lector que sea capaz de detectarlo solo. Cuando alguien escribe un texto pensando en un lector singular que no sabe si existe, no puede estar seguro de que su silencio será leído. Solamente un lector atento puede encontrar el silencio en medio de un texto. 

La repetición

En todo este análisis que estoy desarrollando evité referirme a Gjentagelsen como La repetición. Sé que esta decisión complica una lectura inmediata, porque el texto que analizo es usualmente conocido como La repeticiónLa razón que tuve para hacerlo es que Constantius no usó la palabra Repetitio -que en el idioma danés de la época era de uso común-, sino Gjentagelsen, palabra que resulta más preciso traducir como "recuperación", para resaltar este matiz semántico que la decisión del autor insinúa.

¿Podríamos a esta altura de nuestras lecturas re-titular la traducción y empezar a hablar de un libro llamado La recuperación? No sin descalabrar toda una literatura de comentaristas que giraron durante más de un siglo alrededor del concepto de repetición. ¿Sería una traición a Kierkegaard traducirla como La recuperación? No. ¿Haría ese pequeño cambio más comprensible el libro? Puede ser. ¿Qué hacemos con los lectores célebres que en la filosofía y en el psicoanálisis hicieron girar todos sus desarrollos a partir de la repetición? Dejar que sigan. ¿Entienden bien aquello a lo que Kierkegaard apuntaba al crear al autor Constantin Constantius? Quizás no. ¿Es este malentendido subsanable? Es un poco tarde. ¿Podemos volver a empezar a leer a Kierkegaard prescindiendo de un siglo y medio de lectores? Debemos volver a empezar a leerlo prescindiendo de todos los lectores anteriores.

¿Cambiar el título La repetición por La recuperación hará que ahora sí lo entendamos? No es seguro. Es posible que Kierkegaard haya inventado a un escritor que no entiende a su personaje y que el resultado sea que el modo adecuado de entender el libro sea no entenderlo del todo. Es posible que el obstáculo sea todavía más intrincado. El muchacho puede que tampoco entienda bien lo que le pasa. Al leer a Job, él cree haber podido salir de su desesperación. Admite que ya perdió a su amada real para quedarse con una amada ideal, a la que dice estar seguro que no podrá perder nunca. El cree que la sustitución de la amada real por una amada ideal pondrá su amor a salvo. ¿Pero no podría ser que justo así la haya perdido definitivamente? Es lícito hacerse una pregunta más: ¿entendió bien el muchacho la historia de Job? Parece que no: cuando cree haber encontrado en Job la salida, él se entera de que la chica, comprensiblemente cansada de sus vaivenes, se va con otro. Entonces el muchacho, lejos de serenarse, sufre un shock. ¿Pero no estaba verdaderamente resignado a la idea de que todo está perdido? Por lo visto, su reacción indica que ni siquiera había aceptado la posibilidad de perder algo. Su lectura de Job parece que no lo hizo llegar al fondo del pozo.

Propongo: Kierkegaard quiso que la oscilación semántica entre la repetición y la recuperación esparciera una niebla en la comprensión de su libro. Muchos lectores podrían interesarse por el suspenso estético de cómo el muchacho lograría repetir cada día un enamoramiento perpetuo y es posible que la certeza de que todo va a perderse les parecería un obstáculo penoso. Entonces sigamos leyendo Gjentagelsen como La repetición / La recuperación. Quedémonos en este vaivén que nos desorienta. Una oscilación es algo no apropiado para acuñar un concepto teórico. Pero la teoría no es un problema para el joven enamorado: tampoco parece serlo para Kierkegaard. Sí lo es para Constantius, autor del "ensayo de psicología experimental", un espectador de teatro, es decir, alguien preocupado no tanto por el amor y su posible pérdida sino por la representación.

Para mí ya es tarde: ya no me es lícito desconocer la otra resonancia de Gjentagelsen. Dejemos que la lengua, los desplazamientos semánticos, los estudios académicos y los malos entendidos hagan su trabajo, pero tratemos de recordar lo que suele olvidarse. Ya bastante olvidadiza es la existencia cotidiana como para seguir afianzando este olvido a expensas de Kierkegaard. Que los comentadores se las arreglen como puedan.

Hagamos una pregunta aparentemente más sencilla: ¿En el relato de Gjentagelsen se produce finalmente la repetición, la recuperación, o como quiera que la llamemos? Recorro mentalmente el relato una vez más y me topo con lo que quizás ya sabía. No, en Gjentagelsen no hay repetición, recuperación ni como se quiera llamarlo.

Otra vez Temor y Temblor

Dije que Kierkegaard vaciló mucho hasta llegar a la forma definitiva de Gjentagelsen. Incluso una vez escrito, arrancó del libro unas páginas que consideró inconveniente publicar. Estas hojas arrancadas quizás sean algo más que un arrebato ocasional y su ausencia puede aludir a una necesidad más íntima de la posición kierkegaardiana. Hay en el relato una especie de agujero. Y hay todavía algo más: un año después, Vigilius Haufniensis en El concepto de angustia sostiene que Constantius en Gjentagelsen se refiere al mismo problema que Johannes de Silentio en Temor y temblor, una interpretación que ninguno de ambos textos explicita. Gjentagelsen y Temor y temblor son libros de tonalidades muy distintas, cuyo vínculo conceptual no tiene la evidencia que le adjudica Vigilius. No es tan asombroso ahora que sabemos que Kierkegaard los publicó el mismo día, como el lado A y el lado B de un mismo asunto. Entonces: ¿eso que falta en Gjentagelsen debería estar en Temor y temblor? ¿o tal vez lo que falta en uno falta también en el otro? Si Gjentagelsen es, según la caracterización que hace Vigilius Haufniensis, una obra de tonalidad bromística, Temor y temblor pertenece al género de los relatos terroríficos.

¿Dónde está Kierkegaard? ¿En la broma de sacar dos libros, uno humorístico y otro terrorífico, el mismo día, con distintas firmas? ¿Hay algo más detrás de esta broma? ¿Radica la broma en escribir de tal manera que los herejes no puedan comprenderlo, como dice Vigilius? Y si algunos no van a poder entender esto porque el escritor mismo se lo propuso, ¿quién podrá entenderlo? Kierkegaard dice que es un escritor religioso. ¿Nos permitiremos decir que es un escritor que no sabemos dónde ubicar? ¿quién ubica hoy lo religioso? Él no es un filósofo, no es un teólogo, no es un pastor, no es un psicólogo ni un poeta. No sabemos bien qué es. En cuanto a nosotros, ¿podríamos leer a Kierkegaard  y ubicarlo?

Temor y temblor es el fuera de campo de Gjentagelsen: en Temor y temblor se consuma esa recuperación de la que tanto hablan Constantín y el joven enamorado en Gjentagelsen sin llegar a alcanzarla. Temor y temblor ilumina aspectos que en Gjentagelsen quedan oscuros, pero también sucede lo inverso: Temor y temblor se entiende mejor cuando se lee superpuesto a Gjentagelsen, como si se observaran a trasluz dos radiografías, para armar con ambas una figura que, mirándolas por separado, no se puede percibir. El pseudónimo Johannes de Silentio sugiere aquello de lo que no se puede hablar de manera directa sino solo como si se observara detrás de un vidrio oscuro. Lo decisivo no puede decirse sino apenas aludirse.

Volvamos al relato de Abraham e Isaac.

Johannes de Silentio dice que, de tan conocida, ya nadie es capaz de escuchar esta historia con la tonalidad adecuada (Stemning), de afinar con lo que ella dice. Porque la historia solamente se puede oír con temblor. Si alguien habla de ella, por ejemplo en un sermón del domingo o en una clase de filosofía o teología, con ligereza o abulia, con ingenio o sorna, se trata de un simulación que desafina. De Silentio dice que para comprender el relato no podemos saltearnos los tres días y las tres noches que atraviesan Abraham e Isaac rumbo al monte donde se va a hacer el sacrificio, que es en ese trayecto donde se condensa la hazaña de Abraham y que siguiéndolo en ese tránsito estaremos en mejores condiciones de comprender no su hazaña sino, al menos, sus posibilidades. Son tres días y tres noches en los que Abraham tiene que mantener la calma, conservar vivo el amor que siente por su hijo, sin transmitirle ningún atisbo de terror, porque si Isaac lo captara, podría quedar aterrorizado para toda la vida y así Abraham, haga lo que hiciere, perdería para siempre la confianza de su hijo. ¿Cómo se las arregla Abraham para mantener lo que Dios le dio y ahora le pide? Parece imposible: caminar tan confiado, sabiendo que cuando llegue al monte tiene que empuñar el cuchillo para sacrificar a Isaac. Hay algo absurdo -esto es, difícil de escuchar- en el relato, Abraham va confiado y sin embargo está dispuesto a empuñar el cuchillo. Lo que a Johannes de Silentio, le resulta admirable y a la vez temible es que Abraham no dude y haga este trayecto confiado. No puede entenderse que un padre admita perder a su hijo y, peor aún, que él sea el propio ejecutor de esa pérdida, que tenga que empuñar el cuchillo para hacer él mismo lo que la muerte hará de todos modos al cabo del tiempo: ultimar a su hijo.

Se trata de una pérdida no solo aceptada con resignación sino decidida por el mismo padre. El caso es aún más dramático que los de Gjentagelsen y del Libro de Job. Porque a Job es Satán el que le inflige los daños y en Gjentagelsen el joven tiene miedo de que el tiempo le quite a su amada, pero en Temor y temblor es el propio Abraham el que tiene que disponerse ya a sacrificar a su hijo. Tiene que empuñar el cuchillo para matarlo, de acuerdo con el mandato de la voz divina. Johannes de Silentio dice que admira a Abraham pero no lo puede entender. 

Lo que tienen en común Job y Abraham es que en ambos casos se trata de una prueba a la que un hombre es sometido. En Temor y temblor la prueba consiste en ver si Abraham es capaz de recuperar la paternidad de Isaac, que en primera instancia le fue otorgada por un don gratuito. La recuperación depende solo de él. Para llegar a eso, tiene que hacer un primer movimiento: darse cuenta de que Isaac, el hijo que tanto ama, ya está perdido, destinado a morir, como todos, a perderse como todo lo que alguien tenga en la vida. Todo lo obtenido en nuestra existencia va a perderse, así es como en algún momento sentimos nuestra finitud. Abraham tiene que asumir la pérdida de su hijo .En eso consiste resignarse, algo que, por más duro que sea, es humanamente posible. Pero a la vez, mientras vive esa pérdida, Abraham parece capaz de un acto más que humano: recuperar, en un doble movimiento, a Isaac. Si lo logra, por primera vez se vuelve propiamente padre de Isaac. Si Abraham no es capaz de empuñar el cuchillo, aceptando que Isaac ya está perdido, entonces pierde a su hijo. La única manera  de recuperarlo, es empuñando el cuchillo. Esto es, por supuesto, una paradoja.

Para colmo, desde el punto de vista de lo general, es decir, desde la ética, lo que está dispuesto a hacer Abraham es abominable: el asesinato de su hijo. Esto no puede ser explicado a nadie: ni a la sociedad ni a su esposa, ni menos al propio Isaac, que odiaría a su padre si advirtiera lo que él está dispuesto a hacer. Abraham tiene que ser capaz de quedarse solo ante esa voz que lo llama y dejar de lado todo refugio en lo general. Solo. Esto le atañe solo a él como padre de Isaac, no como “padre” en general, como idea de lo que es un padre -y aquí radica la ventaja de Abraham con el joven enamorado de Gjentagelsen: tiene que conservar al Isaac real y no a la idea de un hijo. Y lo tiene que hacer sacrificándolo.

Abraham está llamado por una voz que los demás no pueden escuchar. La voz que lo llamó por su propio nombre, le dijo: "Abraham". Y él respondió: "heme aquí". Escuchar esta voz abre la posibilidad de que él recupere lo que de otra forma ya está perdido. Abraham, dice Johannes de Silentio, no puede disponer de esa voz que lo ha llamado, no puede inventarla, crearla desde sí, construirla como un artista ni con la ayuda de los otros. Abraham puede escuchar o no escuchar, puede responder o no a la llamada, pero no puede inventar esa voz. Es la voz de otro. Hay una precondición que no es suya, que depende de algo que excede a su voluntad, ante la cual él puede elegir responder o no, en el instante en que es llamado.

Pero ¿cómo se reconoce que se trata de una prueba? Ya lo vimos con Job: no hay una ciencia general de las pruebas. La recuperación presupone que Abraham está sometido a una prueba. Y cuando Abraham es capaz de cumplir con la prueba, es decir cuando alza el puñal, no antes, es cuando aparece el mensajero que detiene la matanza y le devuelve a Isaac. En lugar de Isaac se sacrifica a un cordero -como anticipo de otro cordero que se sacrificará en un relato posterior.

Lo admirable y a la vez absurdo, dice Johannes de Silentio, es que Abraham no va rumbo al monte sabiendo cómo va a terminar la historia, solo confía en la voz que le pidió que entregue a su hijo en sacrificio y hacia allá va, a sacrificarlo y, aun así, confiado. Esa es la prueba que Abraham satisface, algo incomprensible para el punto de vista de Johannes de Silentio.

¿Cómo se identifica que se trata de una prueba? Temor y temblor nos dice que no hay ninguna regla, ninguna pista que pueda darse. Una prueba es algo que concierne a cada persona en su absoluta singularidad y en soledad. No puede hablarse de esto directamente. Ni la filosofía, ni el sermón del domingo, ni ninguna tecnología del yo ni de las ciencias de la psiquis o de la sociedad, nada puede decirnos cómo se enfrenta una prueba. Lo que está claro para Johannes de Silentio, el autor que no comprende realmente cómo pudo hacer Abraham para mantener la calma durante esos tres días, es que, si él no empuñaba el cuchillo, a Isaac lo perdería definitivamente, porque la muerte los iba a separar tarde o temprano.

En el acto de ser capaz de sortear la prueba alzando el puñal, ahí es cuando Abraham recupera a Isaac. Por ese acto Isaac le es devuelto. Su resolución funda un vínculo sagrado. Hasta este acto, Abraham era el mero padre de Isaac, ahora se ha vuelto padre en un sentido espiritual. De este modo, ya ni la muerte podrá quitárselo. Esta devolución es lo que se llama la recuperación.

Este acto es posible porque el vínculo, ahora transfigurado, ya no es entre dos: el padre y su hijo. Si solo hubieran dos, no habría salida para la desesperación: Abraham se habría aferrado a su hijo como a una pertenencia. Hay un tercero que pidió que Isaac fuera algo más que su propio hijo para convertirse en un prójimo. El puñal levantado cortó el vínculo del amor propio para fundar el amor al prójimo. Si no confiara en ese tercero que llamó a Abraham a que sacrifique a Isaac, estaría destinado a perderlo. Esa voz lo llamó y Abraham la escuchó. Isaac fue recuperado.

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