sábado, 31 de marzo de 2018

El signo de contradicción (Escuchar una voz IV)


por Oscar Cuervo 

El relámpago

[Viene del post anterior] En 1848 Kierkegaard escribe Mi punto de vista. Piensa que llegó a un momento de su vida en que necesita decir de manera clara qué es lo que pretende como escritor. Está por publicar la segunda edición de su primer libro, O lo uno o lo otro, que había sido firmado con el pseudónimo de Víctor Eremita y ahora se propone dar a conocer el motivo de haber elegido la estrategia de comunicación indirecta y los pseudónimos. En la introducción de Mi punto de vista, dice:

“El contenido de este pequeño libro afirma, pues, lo que realmente significo como escritor: que soy y he sido un escritor religioso, que la totalidad de mi trabajo como escritor se relaciona con el cristianismo, con el problema de «llegar a ser cristiano», con una polémica directa o indirecta contra la monstruosa ilusión que llamamos cristiandad, o contra la ilusión de que en un país como el nuestro todos somos cristianos”.

Todos sus libros, incluso los que denomina estéticos y firma bajo diversos pseudónimos, aun aquellos en los que se refiere elípticamente a la cuestión o en los que el tema directamente no aparece, están vinculados con el problema de cómo llegar a ser cristiano. Esta posición está en lucha, remarca, contra la “monstruosa ilusión” de la cristiandad. Ser cristiano, en sus términos, no consiste en formar parte de determinada iglesia sino en entablar un vínculo personal con Cristo. Este vínculo lleva a poner en suspenso una tradición de 1900 años para llegar a ser contemporáneo de Cristo.

Hay que dar un salto. Este salto no nos arranca de la época para llevarnos a una intemporalidad abstracta, como van a interpretar después sus detractores. Kierkegaard piensa la existencia singular en una encrucijada temporal en la que cada uno a la vez sigue viviendo en el tiempo en que vive pero trasciende la condición de ser un ejemplar de una cadena histórica. No abandono mi época, pero me distingo, asumo mi carácter único, irreductible. Existo en una tensión con la época por la que, solo, puedo hacer todo de nuevo. No nacemos singulares: podemos llegar a serlo. Como entes finitos, no nos resulta posible salirnos de la historia ni de los vínculos con los antecesores ni con la comunidad con la que co-existimos. Pero cada uno tiene la posibilidad de experimentar su tiempo también de otra forma, desde otra posición: en el instante. Ahí donde el tiempo y la eternidad se cruzan. La cruz: una posición inconcebible y a la vez la única salida de la desesperación por querer y por no querer ser uno mismo.

La palabra danesa Øieblik, que se tradujo en castellano como “instante”, significa literalmente golpe de mirada, visión súbita. Kierkegaard la usa para referir la experiencia de un éxtasis temporal en el que la historia, sin aniquilarse, es puesta en vilo. En esa visión de relámpago me quedo solo ante la verdad. No es un momento ubicado en la línea sucesiva de los momentos destinados a pasar. Se experimenta como una interrupción de los sucesos y una irrupción súbita, que fractura la historia para mí. En ese relampagueo veo mis posibilidades. En el instante me encuentro en la encrucijada, de cara a lo que puedo ser y decido quién voy a ser.

Cada uno puede vincularse con la persona de Cristo como un contemporáneo, no como un antepasado ni como ícono cultural que se comparte con una comunidad histórica. O puede no hacerlo. Tomar a Cristo como un antepasado o un ícono cultural es lo que caracteriza a la cristiandad que Kierkegaard recusa. La primera alternativa, la de ser contemporáneo con Cristo, es la que abre la puerta a ser cristiano. Kierkegaard declara que este es el problema decisivo que articula toda su obra de escritor.

“Ser contemporáneo de Cristo”: esta expresión no designa un sentido claro y unívoco. Es comunicación indirecta. Si aceptamos la tesis de que toda la obra kierkegaardiana habla de esto, lo hace de un modo oblicuo, escurridizo. No se da una referencia objetiva, determinable para todos por igual. Su sentido queda reservado a la decisión íntima de cada cual (como la voz que escucha sólo Abraham), o bien es un ab-surdo que no nos dice nada: como si fuéramos sordos a esa voz.

La centralidad de la persona de Cristo es ineludible en la obra kierkegaardiana. Esto no quiere decir que para interpretar su pensamiento haya que compartir su fe. Pero sí es necesario comprender esa centralidad, aunque más no sea como una enigma irresuelto, una voz que no nos habla, una “x” en una ecuación que no vamos a despejar. Lo que no conviene, si se quiere comprender la posición kierkegaardiana, es hacer de cuenta que esa centralidad no existe, que no hace falta tenerla en cuenta. ¿Tenerla en cuenta sin saber qué nos dice, si es que acaso nos dice algo? Para el dispositivo de comunicación indirecta, el significado no preexiste a cada lectura. Se puede -o no se puede- revelar cada vez. La comunicación indirecta supone -o renuncia expresamente a- una revelación. Lo que se revela en cada caso soy yo mismo, algo que por lo pronto no sé.

¿Quién es el Jesucristo de Kierkegaard? Responder esta pregunta requiere haberla comprendido primero, despejar el terreno en el que nos va a resultar posible comprenderla. Podría ser que, una vez comprendida, decidamos retirarnos sin siquiera responderla. Pero comprenderla -en el sentido de reconocerla en tanto señal, incluso si no vemos hacia qué señala- es imprescindible para no apurarnos a contestar otra cosa, de acuerdo con las representaciones habituales acerca de Jesucristo y el cristianismo, de Kierkegaard, de su filosofía y de la posibilidad de deslindarla de su fe cristiana.

Kierkegaard propone un modo de lectura de los Evangelios radicalmente nuevo, en abierta disputa con una tradición bimilenaria. Se trata de una lectura post-iluminista y post-idealista. Por eso, si se la quiere encarar con instrumentos conceptuales iluministas -como los que, por ejemplo, por su misma época dispone Marx, o unas décadas después Nietzsche- el sentido de la obra kierkegaardiana se nos escapa del todo. Se verá si somos capaces de atravesar el iluminismo que nos constituye históricamente o, como buenos tardomodernos, nos quedamos atascados en él.

La radicalidad de Kierkegaard se muestra por su modo de apropiación del sentido de verdad que opera en los Evangelios, la verdad como un camino y como una vida. En disputa con el concepto de verdad como adecuación que atraviesa toda la filosofía occidental, lo que incluye la platonización medieval del cristianismo y el giro subjetivista de la metafísica moderna, que tiene su apoteosis en Hegel y cuya huella pervive veladamente en el materialismo dialéctico y en la tranvaloración nietzscheana de los valores. Kierkegaard se nutre de otra fuente para pensar el problema de la verdad, aunque no llegue a desplegar una ontología que esté a la altura de su desafío. Probablemente no sea esta una objeción muy seria desde su propio punto de vista, ya que él nunca se propuso fundar una nueva posición filosófica. Pero sí es un problema filosófico y político para nosotros cuestionar las categorías hermenéuticas con las que tratamos de comprenderlo, no necesariamente para "llegar a ser cristianos", como él se proponía, sino para decidir si vamos a renunciar a la verdad, como nuestro tardomodernismo nos inclina a preferir, mediante una rendición incondicional ante la eficacia de la técnica como voluntad de poder arrolladora y desesperada.


¿Quién es el Jesucristo de Kierkegaard?

En 1855, pocos meses antes de morir, Kierkegaard le declara la guerra abierta a la cristiandad. Entonces empieza a publicar una especie de revista de barricada, El Instante. Llega a editar nueve números y dejará incompleto el décimo. En el número 2 dice:

“Cuando el cristianismo vino al mundo, la tarea era sencillamente proclamar el cristianismo. Lo mismo sucede cuando el cristianismo se introduce en un país cuya religión no es el cristianismo.

“En la «cristiandad», el caso es distinto, ya que la situación es otra. Lo que se tiene delante no es cristianismo sino una «prodigiosa ilusión» y las personas no son paganas sino que viven dichosas en la fantasía de ser cristianas.

“Si el cristianismo tiene que instalarse aquí, antes que nada debe desaparecer esta ilusión. Pero dado que esta ilusión, esta fantasía, consiste en que los hombres se consideran cristianos, parece que instalar el cristianismo fuera quitárselo. Sin embargo, es lo primero que debe hacerse: la ilusión tiene que desaparecer”.

¿Qué hacemos con el cristianismo de Kierkegaard?

En el simposio internacional que organizó la Unesco en París en abril de 1964, con motivo del 150° aniversario de su nacimiento, se planteó un debate acerca de si podía esquivarse la posición cristiana de Kierkegaard para tratar de comprenderlo. En este simposio estaban presentes muchos autores que reconocían haber transitado sus huellas, que habían dedicado importantes esfuerzos para interpretar su obra y determinar en qué medida el pensamiento de Kierkegaard estaba aún vivo, junto con otros que ya lo habían desechado. El coloquio llevó por título "Kierkegaard vivo". Estuvieron Jean Paul Sartre, Karl Jaspers, Lucienne Goldmann, Jean Beaufret, Jean Hyppolitte, Emanuel Levinas, Gabriel Marcel y Jean Wahl, entre otros, mientras Martin Heidegger envío una ponencia titulada “El final de la filosofía y la tarea del pensar”. Sus intervenciones están publicadas en Kierkegaard vivo. Coloquio organizado por la Unesco en París, del 21 al 23 de abril de 1964, de Autores Varios, Madrid, Alianza, 1968. En el “Coloquio sobre Kierkegaard” Jeanne Hersch, profesora de la Universidad de Ginebra, dijo:

«Estoy un poco molesta por el hecho de que los cristianos reivindiquen una especie de posibilidad exclusiva de comprender y leer a Kierkegaard, mientras que los que no son cristianos reivindican para sí la posibilidad de encontrarse con él. Si fuéramos kierkegaardianos, ¿no ocurriría lo contrario? Los cristianos, en lucha con su cristianismo, como lo estuvo Kierkegaard, ofrecerían una posibilidad de contacto y de comunicación mediante los no-cristianos; y al revés, los no cristianos experimentarían, como lo experimento yo a cada momento, el sentimiento de comprender a Kierkegaard por efracción, por una especie de hurto».

Comprenderlo por efracción, por una especie de hurto: la imagen de Hersch capta con finura la posición kierkegaardiana. El desafío involucra no sólo a los no-cristianos, sino a cualquiera que intente comprender quién es el Jesucristo de Kierkegaard. Ni siquiera los cristianos pueden comprenderlo de otra manera que no sea por efracción, por una especie de hurto. Y esto no sólo a causa de “la monstruosa ilusión que llamamos cristiandad”, que promueve el engaño de que “en un país cristiano, todos son cristianos”. 

El propósito de introducir el cristianismo en la cristiandad es la misión asumida por Kierkegaard por su posición histórica particular, lo que ya no nos atañe. Así está planteado en Mi punto de vista. De lo que se trata, dice ahí, es de romper una ilusión, y una ilusión no se rompe mediante una ataque directo: “Un ataque directo sólo contribuye a fortalecer a una persona en su ilusión, y al mismo tiempo le amarga. Pocas cosas requieren un trato tan cuidadoso como una ilusión, si es que uno quiere disiparla” [Mi punto de vista].

El procedimiento elegido por Kierkegaard es indirecto. No se trata de forzar la voluntad del iluso de la cristiandad que quiere mantenerse en su ilusión. Lo que Kierkegaard hace es abrir en su escritura una brecha de silencio que permita a su lector tomar su propia decisión. Después de llamar a su lector, Kierkegaard busca retirarse tímidamente (“porque el amor es siempre tímido”) para que el lector pueda tomar una decisión que concierne a su relación con la verdad. 

"Quedarse a solas ante Dios". Kierkegaard habla en lenguas, lo que escandaliza a unos cuantos, asusta o aleja a otros. Él sabe que corre ese riesgo.

Su propósito lo lleva a articular el complejo dispositivo de pseudónimos del que hablamos en el post anterior. La tarea de interpretación de su obra invita al lector a recorrer un laberinto de remisiones ante el que lo peor que puede hacerse es aplanar la polifonía de voces que compuso para pergeñar un remedo de doctrina, completamente ajeno a la inquietud que él desencadena. Ante cada afirmación de una obra pseudónima, e incluso de los libros que Kierkegaard firmó con su propio nombre, el lector actual tiene que preguntarse cómo se vincula ese pasaje con su propósito fundamental. Por eso, la pregunta que dice ¿quién es el Jesucristo de Kierkegaard? no puede entenderse bien si cada vez que se formula no volvemos a preguntamos quién es Kierkegaard como autor, qué voz habla en cada uno de sus textos pseudónimos y en los que firma con su propio nombre, que tonalidad requiere el tema que en cada caso se aborda.

Unos párrafos atrás anticipé que no es sólo a causa de la ilusión de la cristiandad que esta noción del cristianismo necesita comprenderse “por efracción, por una especie de hurto”. Hay algo que radica en la naturaleza misma del cristianismo, incluso más allá de la situación epocal de la cristiandad -que ya no es para nosotros la misma que era en el siglo de Kierkegaard. Lo que puede decirse de Jesucristo es siempre comunicación indirecta, sostiene Kierkegaard, y este no es propiamente el tema de ningún discurso objetivo. Hay que saber que no hay saber aquí. Cualquiera que pretenda hablar de Jesucristo objetivamente no está hablando propiamente de él. Para considerar este planteo vamos a referirnos a las tesis que sostienen dos de los autores pseudónimos: Johannes Climacus en Migajas filosóficas y Anticlimacus en Ejercitación del cristianismo.


El desconocido

Climacus, el pseudónimo que firma Migajas filosóficas y el Post-Scriptum Definitivo No Científico a Las Migajas Filosóficas, antes había sido el personaje de una novela inédita e inconclusa que Kierkegaard escribió en el invierno de 1942 [Johannes Climacus o De omnibus dubitandum est].  Todavía mucho antes aún existió un Johannes Climacus real, asceta del siglo vi que escribió un tratado titulado Scala Paradisi, en el que habría desarrollado un camino de ascensión al cielo mediante progresivos grados del saber. Kierkegaard utilizó a este personaje como una máscara filosófica para encarar el problema de la divinidad a través de la razón, subiendo escalón por escalón, en contraste con la posición más afín a la suya de caracterizar el movimiento de la fe como un salto.  Climacus es uno de esos pseudónimos en los que Kierkegaard acentúa su distancia irónica. Desde su nombre histórico, el del teólogo que asciende paso a paso, es posible encontrar una alusión a Hegel. En el De omnibus dubitandum est la referencia cartesiana es evidente. Es decir: Climacus condensa la apuesta por la racionalidad de la filosofía moderna de punta a punta. Pero da un paso más: es el racionalista que se arroja contra su límite y vive ese choque como una pasión, según un hallazgo metafórico extraordinario. Lo que hace el Johannes Climacus kierkegaardiano en Migajas filosóficas es señalar el límite más allá del cual no puede llegar la razón y así despeja el terreno para otra cosa.

La pregunta clave de Migajas... dice: ¿puede darse un punto de partida histórico para una conciencia eterna?  Ya lo vimos: el humano es un ente finito que, sin embargo, tiene sed de infinito, anhela infinitamente, quizá porque guarda una huella del infinito en algún rincón de sí mismo. Esa condición de inquietud insanable es la desesperación, a la que no será Climacus el que le ponga su nombre, sino, después, Anticlimacus. ¿Cómo se percibe este sabor de infinito (lo que resulta mucho más preciso que decir saber infinito)? ¿Cómo, cuándo, asistido por quién puede alguien saborear lo infinito, si existimos en el tiempo y vamos a morir? Convoquemos otra vez al joven enamorado de La repetición, a Job discutiendo con el mismo Yaveh, a Abraham cuando escucha la voz que le pide que sacrifique a su hijo. Incluso, más allá de Kierkegaard, convoquemos al hombre que se debate en una duda que sabe que no podrá olvidar (Descartes), a la mujer obsesionada por la limpieza que sólo logra ensuciar todo cada vez más (Heker) y al hombre que cuanto más toma más sed tiene (Castillo). Convoco aquí también a Nietzsche en su experiencia abisal del Eterno Retorno, ante la que pretende erguirse atado al falo de su voluntad de poder. Cada uno de ellos se choca con su límite, con esa sed que no se sacia. Cada uno de ellos se sostiene ante ese temblor del suelo o sucumbe. Algunos tratan  de olvidar o se extravían, otros se dejan guiar sin saber, confiando misteriosamente. La pregunta de Migajas filosóficas dice cómo es posible que surja ese sabor de lo eterno en la vida temporal y si existe alguien, un maestro, que pueda asistir a una persona en esas circunstancias.

En el libro se analizan dos vías incompatibles para acceder a esa conciencia eterna. En la primera, el modelo seguido por Sócrates en la antigüedad helénica, el maestro es sólo la ocasión para que el discípulo acceda a la conciencia eterna. Sucede que el discípulo ya está en la verdad desde el comienzo, aún sin recordarlo. Se trata de la doctrina griega de la reminiscencia, según la que todo hombre tiene la verdad guardada en potencia en su propia alma y sólo tiene que rememorarla. En esta vía, el instante temporal en que se accede a la verdad -o más precisamente: en que se la recuerda-, el punto de partida histórico para la conciencia eterna es completamente contingente y accidental. La verdad ya estaba ahí dentro y solo se despierta con ocasión del estímulo que puede dar un maestro socrático. El instante en que se produce este encuentro es un poco menos que nada, un soplo fugaz frente al peso de la eternidad, dice Climacus.

Hay otra vía: si el humano no tiene la verdad en sí mismo, si habita usualmente en la no-verdad -es decir: en lo velado-, entonces el punto de partida para acceder a la conciencia eterna, el instante en que se accede a la verdad, es decisivo. Y el maestro que propicia este acceso no es una mera ocasión, sino el que da la condición necesaria para que el discípulo la alcance. Se llega por un salto, quebrando la sucesión lineal del tiempo profano, a instancias de un otro completamente des-semejante. No se trata de un desarrollo inmanente de la experiencia de la conciencia ni del reconocimiento de dos conciencias semejantes y contrapuestas. No es una cuestión de conocimiento ni de reconocimiento.

Volvamos a Job y a Abraham, incapaces de juzgar el sentido de lo que se les pide, confiados en la voz que los llama. Esta voz procede de un otro. A este tipo de maestro se refiere la segunda alternativa considerada en Migajas filosóficas. Si este otro no otorgara la condición -digamos: la posibilidad de responder a su llamado-, el discípulo no podría nunca lograrlo por sí mismo. La persona por su propia fuerza no puede llegar hasta ahí. La voz de un otro, totalmente des-semejante, puede llamarla. Puede escucharse el llamado, pero también puede que no: nunca está decidido de antemano. Lo eterno no estaría en este caso en potencia en el alma, sino que irrumpiría en el preciso instante en el que el otro llama. ¿Cómo la eternidad puede hablar en un instante? Es algo inconcebible y no es una posibilidad humana convertirse en un maestro de este segundo tipo: el que puede dar la condición de la verdad tiene que ser un maestro muy distinto a Sócrates. Johannes Climacus plantea una disyunción excluyente: o bien el hombre vive en la verdad y en una ocasión contingente la recuerda, o bien el hombre está fuera de la verdad y necesita que la condición le sea dada y en el instante en que la recibe llega al mundo la eternidad:

“Y ahora el instante. Este instante es de naturaleza especial. Es breve y temporal como instante que es, pasajero como instante que es, es pasado como le sucede a cada instante en el instante siguiente, y decisivo por estar lleno de eternidad. Para este instante tendremos que contar con un nombre singular. Llamémosle: plenitud en el tiempo” [Migajas Filosóficas, las cursivas son de Climacus].

Este “nombre singular” de la plenitud en el tiempo es una referencia evangélica no declarada por Climacus. Se trata de un pasaje de la epístola de San Pablo a los Gálatas:

«...cuando éramos menores de edad, vivíamos como esclavos bajo los elementos del mundo. Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios». [Gál., 4, 4]

La palabra griega que nombra a esa “plenitud” es pleroma y significa cumplimiento, acabamiento, consumación. El instante en que la persona es alcanzada no es uno cualquiera entre otros, sino el decisivo, porque es el del encuentro con su verdad. La persona no puede disponer de su llegada, sino recibirla, cuando le llega, como se recibe un don, o rechazarla. Lo extraordinario, también lo absurdo, es que la persona sea contemporánea con ese instante en el que lo eterno irrumpe en el tiempo. Es el instante en el que Abraham es llamado por su propio nombre y dice: acá estoy.  El instante es la dimensión temporal en la que se desarrolla el intercambio entre dos contemporáneos, inconmensurables uno del otro. El tiempo en el que se revelan no una sino dos personas: el que llama y el que es llamado. Sólo en este encuentro de dos voces diferentes se puede comprender el sentido del instante kierkegaardiano.

Climacus reconoce la incapacidad del discurso racional para establecer una mediación ante esta irrupción de lo totalmente otro: lo infinito que toma contacto con la finitud, la eternidad que llega al tiempo. La razón choca contra su propio límite y esa choque es llamado por Climacus “paradoja”. La paradoja es la pasión de la razón de chocar contra su límite. La paradoja es el ab-surdo porque, desde este lado de la racionalidad, no es posible escuchar lo que la voz dice. La posibilidad más alta de la razón es querer su propia pérdida, desear el choque. Cualquier otra actitud racional es un gesto desesperado. Climacus es el pensador creado por Kierkegaard para pensar ese choque desde el interior de la racionalidad. Es la más alta posición de la razón, porque puede percibir y aceptar su propia finitud:

“¿Pero qué es eso desconocido con lo que choca la razón en su pasión paradójica y que turba incluso el autoconocimiento del hombre? Es lo desconocido. No es algo humano, puesto que eso [lo humano] se conoce, ni tampoco otra cosa que conozca. Llamemos a eso desconocido Dios”- dice Climacus. 

¿Y qué cabe pensar ante el desconocido? No un argumento que demuestre la existencia del desconocido, ni inventar una teoría -cosa ridícula- acerca del desconocido: Climacus no es un teólogo, alguien que se adjudique la capacidad de hablar acerca de Dios –tampoco lo es Kierkegaard. Lo que cabe pensar es su contemporaneidad con el desconocido que lo llama. Situarse en el instante en que se le plantea una decisión de eternidad: el instante del tiempo en el que decido quién seré. Ese encuentro de eternidad e instante es lo paradójico. La relación personal con el desconocido “es una pasión feliz que llamamos fe”. La razón chocó contra una imposibilidad suya y su posibilidad más alta es hacer de este choque una pasión feliz. Esta fe de la que Climacus habla no es un acto de la voluntad, ni el momento de un desarrollo inmanente, porque todo querer humano está operando siempre desde de la condición dada por un otro, el desconocido. Otra vez a Abraham, el que no daría el paso decisivo si no fuera llamado por esa voz. 

Una posibilidad humana es estar atento, afectado por la ambivalencia constitutiva de la atención: soy el que se distrae. El desconocido puede aparecérseme sin previo aviso, puedo caminar a su lado, comer y beber junto a él y no distinguirlo. Esta atención ambivalente es riesgosa porque es posibilidad: no es que yo esté constituido de modo que nunca pueda distinguir la verdad; estoy constituido de un modo que, cuando la verdad  me llama, puede que la escuche o puede que no. Esa indeterminación, la ambivalencia en la que a una persona le cabe jugar, es la libertad. No puedo decidir lo que he sido ni lo que será de mí, pero en el instante en que soy llamado puedo decidir escuchar. El instante es el encuentro del tiempo y la eternidad. No se sabe quién seré cuando me llamen: depende de lo que responda. Es una prueba.

Hay un pasaje evangélico que manifiesta esta ambivalencia de atención en la que radica toda posibilidad humana. Dos discípulos de Cristo van camino a Emaús [Lucas. 24, 15-32]. Conversan apenados por la reciente muerte de Jesús:

“Y sucedió que mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran. Él les dijo: «¿De qué discutís entre vosotros mientras vais andando?» Ellos se pararon con aire entristecido.

“Uno de ellos llamado Cleofás le respondió: «¡Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?» Él les dijo: «¿Qué cosas?» Ellos le dijeron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó. El caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro, y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que hasta habían visto una aparición de ángeles, que decían que él vivía. Fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a él no le vieron.

"Él les dijo: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras.

“Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado». Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iban dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado. Se dijeron el uno al otro: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?».”

Un desconocido comparte con nosotros un tramo del camino, vamos preocupados y no reparamos en él. Tenemos los ojos retenidos. Lo invitamos a compartir la mesa. Cuando recibimos el pan de su mano se nos cae el velo de los ojos: nos acordamos, en su gesto al compartir el pan, quién era este desconocido. Acaece la verdad como des-velo. Es un instante y entonces desaparece.

Es el desconocido del que habla, sin mencionarlo, Johannes Climacus.


El signo de contradicción

Anticlimacus es el autor de La enfermedad mortal y de Ejercitación del Cristianismo. Entre los pseudónimos de Kierkegaard ocupa un lugar especial, porque el danés apela a él después de haber hecho pública su estrategia de comunicación indirecta en los pasajes finales del Post-Scriptum Definitivo a las Migajas Filosóficas (firmado por Johannes Climacus en 1846) y en Mi punto de Vista (firmado por el propio Kierkegaard en 1848). Mientras los pseudónimos anteriores sólo de manera indirecta se refieren al problema de cómo llegar a ser cristiano, Anticlimacus es un autor cristiano, de una condición en nombre de la cual el propio Kierkegaard no se siente autorizado a hablar. En Ejercitación del Cristianismo, el desconocido del que unos años antes habló Climacus elípticamente en Migajas filosóficas es llamado por su propio nombre: Jesucristo.

¿Quién es el Jesucristo de Anticlimacus? Jesús, el de los Evangelios. El que invita: “Vengan a mí todos los que estén atribulados y cargados, que yo los voy a aliviar”.  Es un desconocido, un hombre insignificante, que invita desde su situación de humillado. Uno cualquiera, el prójimo. Nacido en una choza, de una mujer despreciada, hijo de un carpintero, en un pueblo que se considera a sí mismo el pueblo elegido de Dios, que espera un Mesías que según las profecías va a liberarlos. Pero aparece de un modo que no puede estar más lejos de lo que todos esperan, no está investido de ninguno de los emblemas de la realeza. Durante cierto tiempo llama la atención mediante milagros y otras señales, pero la hora de su popularidad pasa pronto. Él es la verdad -dicen los Evangelios-, pero no van a reconocerlo más que unos pocos discípulos y ellos mismos sólo por momentos, siempre vacilantes. Cuando él vaya a ser apresado y condenado, hasta ellos lo negarán. Desde esa situación de debilidad, desde la cruz, abandonado y despreciado, invita con los brazos abiertos y ofrece ayuda: parece ser el último al que uno podría acudir en busca de ayuda. El signo de la cruz muestra su violenta intestabilidad significante: el crucificado nos abraza: “Vengan a mí los que estén atribulados y cargados, que yo los voy a aliviar”. ¿Quién en su sano juicio podría aceptar esa invitación? ¿Cómo podría un humillado, burlado, injuriado y crucificado, poco antes de morir, ayudarnos?

Es un chiste, se ríen los paganos cuando Pablo les cuenta el cuento.

La buena noticia que trae es que ese hombre [Ecce Homo] es la realeza que todos estaban esperando, aunque los contemporáneos no lo reconozcan. Una buena y una mala: lo matan. Lo distingue su falta de distinción, ser un insignificante, juntarse con los débiles, con los pobres, mirar con desconfianza a los ricos. Es fácil escandalizarse cuando él invita, cuando dice a los atribulados que los va a aliviar. Por una brusca transfiguración del signo, su insignificancia puede invertirse en la significación decisiva para mí, si yo confío.

¿Cómo reconocerlo?- pregunta Anticlimacus. Las señales y milagros llaman la atención, impactan un rato, pero la multitud se aburre pronto y en seguida ya está en otra cosa. La verdad se nos aparece y desaparece por nuestra atención inestable. Los datos objetivos en los que los contemporáneos de la verdad podrían reparar nunca son conclusivos, porque la objetividad da lugar a infinitas consideraciones y derivaciones que siempre patean la decisión: ese hombre podría ser esto, pero podría también ser lo otro. ¿Por qué aceptar la invitación? ¿Por qué confiarle? ¿Qué puedo ganar? Y sin embargo, con tantos obstáculos, siempre a punto de caer, en el instante, ahí está la posibilidad. Ese instante solo puede alcanzarte en soledad, una vez que se callaron las consideraciones indecidibles del saber objetivo, el reconocimiento recíproco y el prestigio mundano. La determinación de la verdad, dice Anticlimacus, es que ella es siempre PARA TI [en mayúsculas en el original]. Para cada singular en soledad, sin apelación posible a ninguna objetividad, tampoco fundado en ninguna subjetividad, puesto que responde al llamado de un otro.

“Lo pasado no es realidad para mí -escribe Anticlimacus-; solamente lo contemporáneo es verdad para mí. Aquello con lo que tú vives contemporáneo es realidad para ti. Y de esta manera cualquier hombre solamente puede ser contemporáneo: con el tiempo en que vive –y con una cosa más, con la vida de Cristo sobre la tierra, ya que la vida de Cristo sobre la tierra, la historia sagrada, se mantiene privilegiadamente por sí misma fuera de la historia.”

En este contexto es donde alcanza su sentido más concreto el singular kierkegaardiano, tantas veces mal traducido como “individuo”. No se trata de una auto-afirmación de la voluntad ni de un subjetivismo extremo. Es otra cosa: una dimensión inconmensurable con la historia, la que no por esto desaparece: pero es puesta en vilo. Cada uno es, en relación con las coordenadas socio-históricas, uno más en una larga serie, un punto de cruce de fuerzas impersonales, un ejemplar de la especie. En la perspectiva historicista, cada hombre es casi nada. Pero existe otra posibilidad: cuando la verdad te mira a los ojos. En ese instante se revela quién sos. No está escrito en ninguna parte, estás solo ante la verdad para decidirlo. Anticlimacus dice: sólo ante Dios.

El Jesucristo de Anticlimacus es signo de contradicción: Dios y hombre al mismo tiempo, una conjunción inconcebible, el gran analizador, el que ilumina con un flash todas tus sombras. No se trata de un concepto, no es una síntesis en sentido hegeliano de lo divino y de lo humano sub specie aeterni. La conjunción Dios-hombre es resistente al concepto: lo mejor que puede hacer el concepto, como escribía Johannes Climacus, es chocar apasionadamente ante su límite y replegarse. El Dios-hombre no es tampoco un pensador eminente, el autor de una doctrina verdadera, porque la verdad no es una doctrina, sino un camino y una vida:

“...la verdad, en el sentido de que Cristo es la verdad, no consiste en una suma de proposiciones, ni en una determinación conceptual y cosas similares, sino que es una vida. (...) Y por eso la verdad, entendida cristianamente, no es naturalmente lo mismo que saber la verdad, sino ser la verdad”.

El Dios-hombre es signo de contradicción. Esta contradicción no es lógica ni se resuelve en el plano de la reflexión. No se la resuelve de ninguna manera, sólo se la puede vivir. ¿Qué significa vivir la contradicción? Significa que, ante ese prójimo, desconocido, insignificante, no semejante, otro, en el instante en que se te aparece, se hace patente el pensamiento de tu corazón. Es decir: ahí se va a ver quién sos. Ese otro te pone ante una encrucijada: creés o te escandalizás. Creer no es aceptar dogmáticamente una doctrina. Creer es, dicho en término prácticos, amar a ese desconocido, confiarle. Esta posibilidad de patencia es condición de la verdad, pero demanda de mi decisión:

“Cuando alguien dice directamente: yo soy Dios, mi Padre y yo somos una misma cosa, estamos ante una comunicación directa -sigue Anticlímacus-. Mas si Aquel que lo dice, el comunicante, es este singular (enkelte), uno cualquiera, entonces la comunicación deja de ser totalmente directa; puesto que no es precisamente muy directo ni mucho menos que un singular tenga que ser Dios –en tanto que lo que dice es totalmente directo. La comunicación contiene una contradicción al estar implicado en ella el que comunica, por lo que permanece como comunicación indirecta, que te enfrenta a una elección: si le quieres creer a Él o no”.

Ser un signo de contradicción: esta es una expresión que Anticlímacus toma de los evangelios, a la que dota de una potencia semántica inusual. En su condensación de atributos contrapuestos -debilidad y fortaleza, insignificancia y realeza, intemperie y protección, extravío y encuentro, indiferencia y don- el otro se vuelve signo no de un conocimiento absoluto, sino de una interrogación para mí. Viene a descolocar todas las posiciones establecidas, a iluminar los pliegues oscuros de la comunidad, a proteger a los maltratados, a invitar a los ricos a despojarse de su fortuna y a destituir a los sabios. Es el gran analizador. Piedra de escándalo para los judíos -los suyos, los que lo esperaban- y necedad para los paganos. El signo de contradicción no admite una síntesis superadora: los polos de la tensión subsisten en inestabilidad perpetua. Cualquier juicio histórico queda suspendido. La verdad ocurre como una conmoción, una fisura en la pesadez de los muros macizos de los establecimientos. Ante su debilidad manifiesta, absurdamente, toda estatura mundana se viene abajo y lo caído se levanta. La inestabilidad del signo que reúne esto y lo otro precipita la revelación de la condición íntima de cada cual. Esta revelación no ocurre en la esfera de la publicidad sino en el secreto de la soledad. No propicia ninguna exhibición resonante sino un gesto de amor silencioso. Esta disposición inmanejable sacude la historia entera en un instante.

Ni siquiera Dios puede comunicar directamente que él es la verdad, aunque esté delante de mí y diga: “soy la verdad”. Todavía falta que cada uno se decida. ¿Por qué tendrías que confiar en la verdad cuando ella te habla? ¿Por qué confiar en un desconocido? No hay por qué: podés confiarle o no. Podés perfectamente odiar al desconocido, darle la espalda, despreciarlo o serle indiferente. La condensación de toda estas posibilidades negadoras es el escándalo: la repulsa de la verdad. Si el singular no advierte esa posibilidad, entonces tampoco puede elegir la fe. La posibilidad del escándalo es lo que le da seriedad al dilema: 

“Lo exigido ahora -dice Anticlimacus- es un modo de recepción completamente definido: el de la fe. Y la fe es por su parte también una determinación dialéctica. Fe es una elección, de ningún modo es una recepción inmediata –y el que la recibe es aquel que patentiza si desea creer o escandalizarse.”  

Determinación dialéctica no significa en los textos kierkegaardianos lo mismo que en el sistema hegeliano. En este contexto significa una circulación de significados contrapuestos y pendientes de una decisión solitaria  Dialéctico es tanto como dialógico: se te dirige una palabra que no puede entenderse de modo inmediato -una vez más: como Abraham, como Job-, porque hay un rango de posibilidades en el que tiene que hacerse patente quién sos. No se resuelve en los conceptos sino que se decide en tu vida; no sucede en el escenario de la historia universal, no actúa la humanidad: se dirige a vos y vos solo decidís.

En términos epistemológicos, Kierkegaard se vale de Anticlimacus para rescatar una acepción de la verdad que difiere de modo terminante del concepto usual en la tradición occidental: "Yo para esto he nacido y he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad". (Juan 18, 37). Y Poncio Pilatos acota: "Pero, ¿qué es la verdad?". Anticlimacus comenta, a propósito de este pasaje:

"¿Cómo podría Cristo esclarecérselo a Pilatos con palabras, cuando la verdad misma que es la vida de Cristo no le ha abierto los ojos a Pilatos para que vea lo que es la verdad? Parece como que Pilatos está deseoso de saber, dispuesto a aprender, pero verdaderamente su pregunta es disparatada del todo, no porque pregunte «qué es la verdad» sino porque se lo pregunta a Cristo, cuya vida es cabalmente la verdad y que, por eso mismo, en todo momento muestra con su vida lo que es la verdad con mucha más fuerza que todas las agudísimas y prolijísimas exposiciones de un pensador".

La verdad no es una doctrina ni el resultado de una investigación. Porque en este relato la única respuesta verdadera sobre lo que es la verdad consiste no en saber la verdad, sino en ser la verdad. El ser de la verdad, sostiene Anticlímacus, no es una duplicación directa del ser en relación al pensamiento -diríamos: la verdad no es una representación, algo que se realice al ser pensado. La verdad y el error no están confinados en el ámbito de la subjetividad, como adecuación recíproca entre el objeto y el sujeto -sea del sujeto al objeto, del objeto al sujeto, o como síntesis superadora de la diferencia entre ambos, según las diversas variantes de la gnoseología moderna-; ni tampoco en el ámbito de la moralidad, como acomodamiento de mi conducta a una normativa general. Esta lectura de la palabra de Cristo en los Evangelios que formula Anticlimacus recusa la concepción moderna de la verdad, desde Descartes hasta Nietzsche o Husserl, donde la verdad siempre se asienta en un ser pensado. La verdad solo existe si se hace vida en mí. Por esto, la verdad no puede enseñarse sino vivirse. La verdad es vida.

La otra determinación decisiva de la verdad es la distinción que se establece entre el camino y el resultado. Si la verdad fuera un resultado, entonces la diferencia entre el que llega primero a ella y el que viene después consistiría en que este último puede alcanzar muy rápido el punto al que el precursor llegó trabajosamente. La llegada del precursor a la verdad eximiría al seguidor de tener que caminar. Pero si la verdad es el camino, no hay manera de que ningún seguidor pueda eximirse de recorrerlo porque otro antes lo haya hecho. La verdad no puede enseñarse sino recorrerse. Cada cual la alcanza solo por primera vez.

Cuando la verdad es no un saber sino un ser, no el resultado sino el camino, "es imposible que pueda haber ningún acortamiento esencial en la relación entre el precursor y el seguidor, imposible que lo haya de generación en generación, aunque el mundo durase 18.000 años, porque la verdad no es distinta del camino, sino que es cabalmente el camino". Por eso la cristiandad es una estafa, porque finge que la fe es algo que puede transmitirse por tradición. Por eso, también, Kierkegaard se aparta netamente de toda concepción progresista de la historia. Porque con cada uno la verdad vuelve a aparecer o a perderse, sin que pueda relevarse de uno a otro como en una carrera de postas. En lo que respecta a la verdad nadie acumula puntaje para otros. Incluso uno solo no puede dar por sabida una verdad y dejarla disponible para volver a ella como a un recuerdo, sino que tiene que vivirla en cada instante volviendo al inicio. En este contexto, con la verdad como camino y como vida, la noción de recuperación (Gjentagelse) adquiere su sentido más preciso.


Libertad y posibilidad

Recuerda Anticlimacus en Ejercitación del cristianismo- que Jesús dijo: “bienaventurado el que no se escandalizare de mí” [Mat. 11, 6]. No se trata de pasar por el escándalo para llegar a la fe, como si se recorrieran las etapas de un progreso dialéctico a la manera hegeliana: la diferencia entre fe y escándalo subsiste en todo momento y es inconciliable, como no pueden serlo otras dos cosas en la vida humana. No hay conciliación posible no pueden conservarse en una unidad superior. La fe o el escándalo son las dos posibilidades más distantes que se pueden dar en la vida y es en la encrucijada entre ambas en la que habita una persona todo el tiempo.

Por eso, en la contemporaneidad late una inquietud que nunca cesa. No existe en el pensamiento kiekegaardiano un creyente que pueda ponerse a salvo de la posibilidad del escándalo: si así fuera, junto con esta posibilidad se dejaría atrás la misma fe. No hay tampoco una iglesia triunfante. Cada uno está siempre en la encrucijada. Por eso dice Johannes Climacus en Migajas filosóficas: “Si la generación contemporánea de los creyentes no tuvo tiempo de triunfar, ninguna otra generación lo tiene, puesto que la tarea es la misma y la fe está siempre en lucha; por ello mientras vuelva la lucha, hay posibilidad de derrota y por ello en el ámbito de la fe nunca se triunfa antes de tiempo, es decir, nunca en el tiempo.”

Ilustraciones: Carmen Cuervo

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