miércoles, 14 de marzo de 2018

Me angustio, soy (Escuchar una voz II)

Ilustración: Carmen Cuervo

Crítica del saber sistemático

[Viene del post anterior] La filosofía occidental quiso ser un discurso transparente, totalizador, claro y distinto y muchas veces se arrogó la capacidad de decirlo todo. La constitución histórica de la filosofía europea, especialmente en la modernidad, la llevó a presentarse a sí misma como el saber de todos los saberes, el saber que se sabe a sí mismo: un saber absoluto. El autor que llevó más lejos esta pretensión de absoluto y que trató de realizar esta aspiración a un saber que se sabe a sí mismo es el alemán G. W F. Hegel (1770-1831). Hasta Hegel muchos filósofos enunciaron la idea de que la filosofía tenía que llegar a desarrollarse de forma sistemática, como un saber lógicamente articulado y capaz de dar cuenta de la totalidad de las cosas que existen, incluso de sí misma. Sólo con Hegel ese ideal sistemático y totalizador dejó de ser sólo un programa a desarrollar para transformarse en una realidad efectiva. La desmesura racionalista de Hegel consiste en no limitarse a enunciar ese programa sino además llevarlo a cabo. Para el autor de Fenomenología del espíritu  y Ciencia de la lógica, la filosofía es el Sistema del Saber Absoluto, en el que la palabra “absoluto” cancela toda posibilidad de aceptar una filosofía relativa. El Sistema del Saber Absoluto consiste en un pensamiento de un poder tal que es capaz de desligarse de toda relatividad, no sólo para saberlo todo sino también para saberlo totalmente, es decir, sin reconocer ningún límite. El Saber Absoluto se sabe a sí mismo en el despliegue de toda su riqueza concreta, un saber totalizador en el que nada queda afuera. El Sistema del Saber Absoluto no es para Hegel una representación sobre algo distinto de sí mismo, sino que su absolutez (ab-solución, soltura de toda relación) consiste en negar la separación entre el saber y lo sabido -negar la separación entre el sujeto y el objeto, para decirlo en términos modernos. El Saber Absoluto suprime así toda exterioridad, porque es la realidad efectiva misma la que, al saberse, llega a ser lo que es. La realidad se realiza sabiéndose: ser deviene en saberse. Negación de la inmediatez y mediación son nombres para designar la energía que realiza la realidad y la vuelve verdadera absolutamente. El Saber lo contiene todo realmente y no de un modo representativo. No hay un otro que se resista. Todo lo real es racional y todo lo racional es real.

Este es el concepto de filosofía que triunfa en la época de Kierkegaard y contra esto es que Kierkegaard se rebela. Todo pensador encuentra a su adversario y lo trae a su terreno. Es lo que hace Kierkegaard con Hegel. La segunda mitad del siglo xix recusa el predominio de este absolutismo de la Idea: post-hegelianos o anti-hegelianos fueron, cada uno a su modo y de modos muy distintos entre sí Arthur Schopenhauer (1788-1860), Ludwig Feuerbach (1804-1872), Karl Marx (1818-1883) y más tarde Friedrich Nietzsche (1844-1900). Kierkegaard, como ellos, trata de pensar después de Hegel, contra él, pensar la falla del desmesurado proyecto del Sistema del Saber Absoluto.

El partido que Kierkegaard toma, el que lo coloca en un lugar de disidencia en la tradición filosófica occidental, es la afirmación de la singularidad personal frente a la universalidad del Sistema. Recuperemos la figura propuesta en el post anterior: la escucha de una voz. ¿Quién habla en cada caso en el discurso filosófico? Esta es la pregunta que hasta Kierkegaard no fue sostenida hasta el fondo: quién habla en la Crítica de la razón pura de Immanuel Kant (1724-1804), qué voz es esa; qué voz es la que habla en la Fenomenología del espíritu o en la Ciencia de la lógica hegelianas. Cuando Hegel escribe en sus libros acerca de la Idea Absoluta y del Saber Absoluto ¿es la propia voz del Espíritu Absoluto la que habla o es la voz de Hegel? ¿Es el concepto que se piensa a sí mismo (tal como Hegel presenta su discurso) o es simplemente un particular del siglo XIX que pretende hablar en nombre del Espíritu Absoluto? Si aceptamos lo primero, adjudicamos al pensamiento una capacidad de auto-transparencia, ya que en el Saber Absoluto no existiría distancia entre el pensamiento, las palabras, la realidad y la verdad; eso es lo que significa la célebre fórmula hegeliana: Lo que es racional es real y lo que es real es racional.

En la filosofía -entendida como Hegel la entiende: como Sistema del Saber Absoluto- el que habla es el mismo concepto, con una transparencia que atraviesa el habla. Kierkegaard desecha esa confianza en la capacidad del habla para hacer aparecer el pensamiento, la realidad y la verdad, e instala esta sospecha como problema filosófico: siempre es una voz la que habla, incluso en la filosofía que se pretende sistemática. "Una voz” señala una singularidad, con una tonalidad que le es propia, no equivalente ni intercambiable con otras voces. Kierkegaard pone en cuestión la engañosa naturalidad con que la filosofía se arrogó la capacidad de pensar de modo neutro e impersonal. Invita a pensar: ¿qué género literario es este que se pretende abarcarlo todo, incluso a sí mismo? Como género literario, la filosofía está sometida a ciertas regulaciones discursivas, necesita una retórica persuasiva de elevación por sobre los intereses particulares, como si quien hablara y escribiera filosóficamente no fuera una voz particular, situada siempre en una posición relativa e interesada, como si esa apariencia desencarnada y desinteresada no fuera una de las formas más engañosas de un discurso interesado. Frente a la filosofía sistemática, Kierkegaard insinúa que toda filosofía es un género literario y lo es precisamente en la medida en que, en su pretensión de transparencia, se desconoce a sí misma. Así, queda destituida de su posición de saber de saberes.

¿Tiene razón Kierkegaard en sus objeciones contra Hegel? ¿O es que no conoce con precisión el horizonte de problemas en el que se debate el filósofo alemán? Hay intérpretes que sostienen que Kierkegaard discute no con Hegel sino con la versión vulgarizada que en Dinamarca se había instalado de esa filosofía. Incluso algunos críticos de Kierkegaard sostienen que toda su posición filosófica podría subsumirse en una de las categorías hegelianas, la de la conciencia desgarrada. Quizás no sea ni tanto ni tan poco: que ni Kierkegaard alcance a desvelar el núcleo candente que mueve a la filosofía hegeliana, ni su cuestionamiento a la voz filosófica pueda reducirse a la ilustración de un mero momento del sistema. Quizás estas desavenencias respondan a un temblor de la tradición filosófica occidental que los sacude a ambos a su manera. Poner en continua fricción las filosofías de Hegel y Kierkegaard (o de Hegel y Marx; o de Hegel y Nietzsche; o de Hegel y Heidegger) puede que sea una tarea pendiente para hacer aparecer un problema no declarado que obra agazapado en la intimidad de estas desavenencias. Hacerlo no para terminar de interpretar con corrección a cada uno de ellos (como si tal cosa fuera posible de modo inequívoco), sino para encontrar en qué punto se halla nuestra época ante las cuestiones que estos filósofos señalaron con sus propias palabras. Puede que ninguno (Hegel, Kierkegaard, Marx, Nietzsche, Heidegger) tenga razón, ni tampoco que todos estén equivocados, sino que no sea apropiado acercarse a la filosofía con la intención de dirimir estas disputas tomando partido por uno cualquiera de ellos, sin reconocer que sus voces responden a tensiones a las que todavía no alcanzamos a visualizar. La filosofía podría no ser la busca de una tesis correcta, sino una manifestación oscilante en la que todo fundamento se nos escurre continuamente.

Lo atractivo y desafiante de la escritura kierkegaardiana es que su destitución del discurso filosófico no es desarrollada a través de una teoría de su opacidad. En lugar de eso, se despliega a través de sus textos, firmados por diversos autores pseudónimos caracterizados precisamente por la imposibilidad de que alguno de ellos pueda decirlo todo. En todo libro de Kierkegaard o de sus pseudónimos hay un punto en que el autor se topa con esa imposibilidad, no contingente, no atribuible a una falla accidental que fuera subsanable si tal autor se empeñara en devenir más racional. La opacidad que caracteriza a todo discurso, incluso y especialmente al que se pretende sistemático, es necesaria, es decir: incesante. Radica en que no puede decirse nada si no desde una voz personal, voz encarnada, la voz de una persona singular (Enkelte) y distinta a otros. 

La palabra danesa Enkelte alude a un singular, el que se diferencia o se separa de otros. Se usa para referirse a cada uno, al que está solo, al soltero (equivalente a single en inglés) y difiere etimológicamente de "individuo", como usualmente ha sido traducido al castellano. La palabra "individuo" significa in-divisible, es decir, un átomo. Subjetividad unitaria y autosubsistente, base de todas las posturas sociológicas atomistas, política y económicamente liberales, que han encontrado un nuevo auge en la época del neoliberalismo y las psicologías consoladoras de la auto-estima (Yo Puedo, Yo Quiero...). El singular kierkegaardiano no propicia esa acepción. Traducir Enkelte por individuo es una decisión que desvía a Kierkegaard hacia las doctrinas de la auto-afirmación, ajenas a su pensamiento. El Enkelte, solo en su soledad, se halla escindido, desesperado por no querer ser sí mismo y, al mismo tiempo, desesperado por querer serlo. No reposa en sí, no es consistente ni puede salir de esa desesperación sin el encuentro con un otro no semejante (escuchar una voz...). Se trata de nombrar lo que cada uno tiene de propio e intransferible. Más praxis que atañe a cada uno que condición natural, no puede reducirse a un concepto ni a una norma general. No es singular por naturaleza, sino que deviene singular cuando emprende la tarea de llegar a serlo, lo que deriva de una decisión personal, distanciándose de la civilización de masas a la que el individualismo post-moderno es incapaz de sustraerse. Según Kierkegaard en cada caso siempre habla un ser único, por más que se adjudique una dimensión universal. Lamentablemente la lectura que durante muchos años se hizo de sus obras desconoció esta clave, motivo por el cual se tomó con literalidad lo que un pseudónimo decía en alguno de sus libros y se lo trató de hacer compatible con lo que otro pseudónimo dijo en otro libro, para armar un remedo de “sistema” kierkegaardiano, exaltador de la individualidad, que es justo lo que él cuestionó.

Al dispositivo de escritura que Kierkegaard puso en marcha, como dije en el post anterior, lo denominó su “estrategia literaria de la comunicación indirecta”. Con él anticipa la problematización del discurso en general y del filosófico en particular e instala un problema que hallará eco en el pensamiento más innovador del siglo XX. Resulta clave para la comprensión de su obra tener en cuenta la singularidad propia de cada pseudónimo. Muchos de los libros más famosos de Kierkegaard están firmados por pseudónimos: Temor y temblor por Johannes de Silentio; El concepto de angustia, por Vigilius Haufniensis. Migajas FilosóficasPostscriptum no científico a las Migajas Filosóficas por Johannes Climacus y así sucesivamente. ¿Por qué los seudónimos? No es que Kierkegaard se haya querido ocultar detrás de un nombre de fantasía por un simple juego estético sino que dispuso que el autor de esos libros no fuera directamente el propio Kierkegaard ni fuera lícito interpretarlos de esa manera. Así sometió a una fuerte tensión la naturalidad con la que la tradición nos vincula con la idea de autor, no solo de él mismo como autor, sino de cualquier autor. Y en especial de los autores que se ocultan detrás de voces supuestamente desencarnadas.

También pone en suspenso la noción de que un autor es el fundamento de un texto. Él crea a un autor que piensa un determinado concepto y lo crea justamente para que piense ese concepto. El autor no precede al concepto y tampoco es una mera figuración sensible del concepto. En realidad, esta operación desata un círculo interpretativo en el que queda girando la recíproca dependencia entre autor y concepto. Esto hace temblar el suelo de todo hablar filosófico e impide en particular que el propio Kierkegaard sea leído de un modo que su escritura rechaza. Lo que se dice en cualquiera de sus libros no puede ser atribuido ingenuamente a Kierkegaard (así como tampoco lo que dicen los textos de Hegel puede atribuirse a Hegel).

La sutileza de esta operación es pasada por alto con frecuencia. Esto permitió que fuera leído durante el siglo xx por sucesivas oleadas de filósofos de diversas escuelas que construyeron un Kierkegaard a la medida de sus intereses: Theodor Adorno, Georg Lukács, Jean Paul Sartre , Karl Jaspers, Gabriel Marcel, Emmanuel Levinas: algunos de ellos se consideraron sus discípulos, otros sus encarnizados oponentes. Muchas veces estos autores conocían solo una parte de su obra pseudónima y le atribuyeron a Kierkegaard lo que esos pseudónimos decían. Esta confusión pasa por alto que Kierkegaard ni siquiera es neutral o equidistante respecto de cada uno de sus pseudónimos: a veces es más irónico, en otros casos es difícil deslindar la distancia que lo separa del pseudónimo o el grado de ironía que está aplicando. Para agravar el problema, se desconoce completamente la pregunta de cómo puede tomarse cada texto que Kierkegaard firma por sí mismo. Las estrategia de la comunicación indirecta genera una onda expansiva que excede incluso sus propósitos particulares: ¿quién habla cuando hablo?

Este interrogante señala a la vez qué le resulta posible decir a una determinada voz y qué entonación (Stemning) se requiere para decirlo. Nunca un discurso puede decirlo todo. Todo discurso está sometido a un régimen particular: quién habla, a quién se dirige la palabra, qué género discursivo se ejerce, qué tono hay que emplear de acuerdo con el asunto del que se habla. Con entonaciones diversas se pueden decir distintas cosas y hay cosas que no pueden decirse sino en un determinado tono (a esto alude el título Temor y temblor). La palabra danesa Stemning, que los traductores virtieron como "atmósfera", "preludio", "ambiente", "temple", "temperamento" o "talante", contiene la raíz "Stemme", que significa voz. El Stemning tiene una acepción musical que se refiere a la tonalidad, el temple (en el sentido en que decimos "templar las cuerdas de una guitarra" o "el clave bien temperado"). Equivale al alemán Stimmung -en alemán, "voz" se dice Stimme- que después usaron Nietzsche y Heidegger y se tradujo como "estado de ánimo", "temple" o "disposición afectiva". Vale la pena conocer la familiaridad de todos estos términos traducidos de diversas maneras, porque indica una afinidad de pensamiento. Cuando uno habla, lo hace indefectiblemente en un determinado tono, incluso el que imposta un tono neutro en un habla impersonal o teórica. Por ejemplo, si una sinfonía está compuesta en do mayor y un instrumento toca en sol menor, va a sonar desafinado, fuera de la tonalidad apropiada. Captar esa resonancia musical del tono o la afinación puede ser crucial para comprender lo que Kierkegaard dice.Si uno no acierta en la tonalidad, puede desbaratar el sentido de lo que dice.

Ilustración: Carmen Cuervo


Un ejemplo de entonación: El Concepto de la Angustia

Veamos cómo obra este problema de la entonación en uno de sus libros pseudónimos: El Concepto de Angustia, firmado por Vigilius Haufniensis.  El asunto central de este libro, curiosamente, no es la angustia sino el pecado. Del pecado, dice Vigilius Haufniensis, no se puede hablar de cualquier manera. Hay tonos para hablar del pecado en los cuales, si se desafina, uno se vuelve cómico . Esto pasa con muchos sacerdotes cuando en misa hablan del pecado: son cómicos. Hablan también para otras personas que participan de esa comicidad, a quienes Kierkegaard, en sus feroces críticas a la cristiandad, llama “cristianos domingueros”, los que van a la iglesia a cumplir con un rito social ridículo. También la filosofía especulativa se vuelve cómica cuando habla del pecado, ya que el pecado no es un concepto teórico, dado que radica en una decisión personal y no en una generalidad. El tema del pecado, dice Haufniensis, es íntimamente serio. Y la tonalidad con la que debe hablarse de él es la seriedad. Quien no afina una voz seria cuando habla del pecado es imposible que hable de eso; en cambio, es probable que hable de su propia falta de seriedad, de su ridiculez o de su fariseísmo. El riesgo de cualquiera que empiece a hablar de un determinado asunto es decir algo que podría ser muy interesante pero, al no acertar con la tonalidad que la cuestión demanda, terminará por volverlo cómico o hipócrita.

¿Qué disciplina es la adecuada para hablar del pecado? Vigilius Haufniensis declara que del pecado  no puede hablar ni la Metafísica, ni la Estética, ni la Ética ni la Lógica. Hay una sola forma discursiva en la que se puede hablar con propiedad de ello: es la predicación. Cuando en un contexto como el nuestro, tan alejado de la “tonalidad” religiosa,  hablamos de predicación, podemos llegar al sobresalto, porque esta palabra nos suena a las liturgias de la cristiandad. Hace falta recordar entonces que Kierkegaard cuestiona siempre la representación teatral de la cristiandad, a la que considera un reemplazo fraudulento de la fe auténtica. Al contrario, Haufniensis dice que el arte de la predicación se acerca al antiguo diálogo socrático. ¿Cómo se puede asimilar predicación y diálogo, si todas las apariencias indican que en el diálogo hablan dos y en la predicación monologa uno? Haufniensis dice que lo decisivo en ambos casos no es si uno toma la palabra y el otro escucha o si hablan ambos. Cuando se habla teóricamente, se habla de un objeto exterior y se entona una frialdad científica, porque el teórico no se encuentra involucrado con aquello de lo que habla, sino que especula sobre eso. En la predicación o en el diálogo, una palabra es dicha personalmente por alguien y dirigida a la interioridad del otro. No se puede hablar del pecado, dice Vigilius, de modo impersonal, porque siempre es el pecado de alguien, de un singular. Siempre es mi pecado y no el pecado concebido de modo general. Lo decisivo, si hablamos de pecar, es si vos pecás, si yo peco. No importa, en cambio, cómo puede definirse de una forma que valga indistintamente para cualquiera el carácter pecaminoso de la condición humana. Si hablo de mí, del pecado como una posibilidad estrictamente mía, mis palabras adquieren un tono serio -o ridículo, si no me concierne-. Se trata de mi vida, de lo que me atañe a mí y a nadie más (remito a lo que dije en el post anterior acerca de Abraham y de la voz que se dirige sólo a él). Si hablo teóricamente de la condición pecadora de la humanidad tomada como un conjunto, me vuelvo cómico. De la primera manera, predico o dialogo; de la segunda, teorizo. Cada una de estas dos formas de hablar tiene una afinación propia.

El nombre “Vigilius Haufniensis” que firma El concepto de angustia tiene un significado (como sucede con todos los pseudónimos) que se podría traducir como “el vigía de Copenhague”. Vigilius también es una persona que está en estado de vigilia, que no duerme, se queda despierto, vigila. Quizás sea un insomne. Este vigía -no el propio Kierkegaard, sino una de sus posiciones discursivas- dice ser un psicólogo. El concepto de angustia dice ser un libro de psicología. Este ensayo psicológico se dirige hacia el tema del pecado original pero con una peculiar advertencia: no se puede hablar en psicología del pecado original. ¿Entonces? El libro anuncia desde su propia presentación su disloque: a pesar de que todo se dirige hacia el problema del pecado, en el libro no se puede hablar de él. El pecado se presenta en El concepto de angustia como eso de lo que psicológicamente no se puede decir nada. El pecado es irrepresentable. En cambio, de lo que sí se puede hablar y de lo que el libro efectivamente habla es de la angustia. ¿Cómo se justifica este desplazamiento de un texto titulado irónicamente El concepto de la angustia, que dice girar en torno del problema del pecado original, pero que a la vez reconoce de antemano que no podrá hablar propiamente de él? La angustia, sostiene el psicólogo vigía, es un fenómeno concomitante con el pecado, es una tonalidad, un Stemning que acompaña, rodea, precede, sucede al pecado. De la angustia sí se puede hablar psicológicamente. Esta oscilación temática de un autor que pendula entre un tema propio y otro impropio -algo de lo que se puede hablar y algo que se le escapa- es un típico ejemplo de esa ironía kierkegaardiana que caracteriza a la comunicación indirecta: un modo de señalar en dirección a los asuntos cruciales de manera oblicua.

Angustia y posibilidad

Voy a citar ahora algunos párrafos del libro que resultan especialmente reveladores. En el capítulo 5, capítulo final, dice:

“En uno de los cuentos de los hermanos Grimm se relata la historia de un mozo que salió a correr aventuras con el solo fin de aprender a horrorizarse. Dejemos a este aventurero que siga su camino sin preocuparnos si llegó o no a encontrar algo capaz de infundirle espanto. Lo que sí quisiera dejar bien en claro es que ésa es una aventura que todos los hombres tienen que correr, es decir, que todos han de aprender a angustiarse. El que no lo aprenda, se busca de una manera u otra su propia ruina: o porque nunca estuvo angustiado o por haberse hundido del todo en la angustia. Por el contrario, quien haya aprendido a angustiarse en la debida forma, ha alcanzado el saber supremo.

“El hombre no podría angustiarse si fuera una bestia o un ángel. Pero es una síntesis y por eso puede angustiarse. Es más, tanto más perfecto será el hombre cuanto mayor sea la profundidad de su angustia. Sin embargo, esto no hay que entenderlo -como lo suele  entender la mayoría de la gente- en el sentido de una angustia por algo exterior, por algo que está fuera del hombre, sino de tal manera que el hombre mismo sea la fuente de la angustia. Sólo en ese sentido ha de entenderse sobre lo que se dice acerca de Cristo: “que se angustió hasta la muerte”; y también así se ha de entender lo que el mismo Cristo le dice a Judas: “Lo que haz de hacer, hazlo pronto.” Ni siquiera las terribles palabras: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” que a Lutero tanto le horrorizaban cada vez  que predicaba sobre ellas..., ni siquiera esas palabras, repito, expresan el dolor con tanta fuerza como las anteriormente citadas. La razón es bien sencilla, ya que con las últimas palabras se designa la situación en que Cristo se encontraba, mientras que con las primeras se designa la relación con un estado todavía inexistente”. 

La angustia concebida por Vigilius Haufniensis no se refiere simplemente a una situación ni a un estado emocional motivado por algún hecho exterior. El singular no se angustia ante un determinado peligro, ante un suceso o una persona, cuando le ocurre un accidente o un imprevisto. No se angustia por una cosa. La angustia no tiene objeto. Uno se angustia cuando experimenta una posibilidad: la posibilidad que caracteriza el modo de ser humano. No viene de algo que esté afuera, sino que radica en la propia intimidad. Una persona se angustia cuando se experimenta a sí misma como lo que es: una posibilidad.

El concepto de posibilidad fue tratado en la tradición filosófica occidental como una categoría de segundo orden en la jerarquía proposicional. Generalmente se habla de la posibilidad como de una categoría meramente lógica. Digamos: si yo dejo caer este papel desde cierta altura, es posible que caiga hacia abajo, pero también sería posible que fuera hacia arriba. Con lo cual se quiere significar que el hecho de que el papel fuera hacia arriba no sería absurdo ni contradictorio, aunque por nuestra experiencia nos parezca improbable. Este es el ejemplo típico de la posibilidad en su dimensión lógica. Lo posible ha sido tradicionalmente lo que no es contradictorio, opuesto a lo lógicamente imposible: no es imposible que el papel vaya hacia arriba en lugar de ir hacia abajo. Se trata así de un grado de enunciación más bajo que la realidad: algo meramente posible es por eso mismo no realmente efectivo. Lo posible se recluye en el terreno de la imaginación y no del conocimiento. En la realidad empírica cotidiana no hemos visto que los cuerpos físicos vayan hacia arriba, a pesar de ello que no es lógicamente imposible. 

En la filosofía tradicional -que remite al menos a Aristóteles-, la posibilidad es concebida como algo ontológicamente más débil que la realidad. Contra esa tradición, Kierkegaard dice que el modo de ser humano es la posibilidad. Pese a que predomina una tendencia a pensar al ser humano como una cosa de límites ontológicos y conceptuales prefijados, como un objeto entre los otros objetos del mundo, la persona humana en la concepción de Kierkegaard es un ser posible. Cada singular nunca se limita a ser sólo lo que efectivamente está a la vista, es más que eso, porque es también lo que puede ser. El humano es una conjunción de lo finito (lo que tiene límites determinados) y de lo infinito (lo que no tiene límites).  Una síntesis, dice Haufniensis en una jerga engañosamente hegeliana. Pero en Kierkegaard hay que entender la síntesis como una juntura, un cruce en el que se intersectan dos características opuestas e inconciliables. ¿Qué se junta en el humano? Lo infinito y lo finito. Cuando una persona advierte que es un ser posible, se descubre no simplemente como lo que “ya” es, eso que ve en el espejo o el perfil que los demás le devuelven, no una cosa dentro del ámbito de las cosas. Cuando nos experimentamos como cosa (como res, como algo meramente real) ocupamos un lugar, nos definimos (nos delimitamos) por una profesión, por una identidad, un nombre y un apellido, una nacionalidad, un género, una generación: el hombre joven, el argentino, de género masculino, el profesor, el hijo de..., el marido de... etc. Este modo de percibirnos nos lleva hacia la cosificación y el conjunto de estas determinaciones que nos fijan en una identidad en el fondo no es más que algo ajeno, porque no es eso lo que la persona más propiamente es. Ni siquiera es la suma de esas determinaciones, es algo más, que aún no está determinado y le da al singular un carácter abierto, práctico: libre.

Cuando un hombre liga su propio ser a una mirada que le es ajena (el definirse a sí mismo por su nacionalidad, su profesión, sus vínculos familiares, el perfil que los otros le devuelven), cuando desea limitarse a eso y no percibir que además puede ser otro, entonces uno no quiere ser él mismo, no quiere ser el que es. El ser humano se apropia de sí cuando se percibe como posibilidad, alguien cuyo ser no se acaba en su realidad efectiva. Este poder ser no es una posibilidad puramente lógica, algo imaginario, sino que toca lo que él es más auténticamente. La posibilidad está abierta hacia el futuro. Más que una cosa en el espacio soy una posibilidad arrojada en el tiempo, hacia el futuro -un proyecto, dirá Heidegger, siguiendo la línea abierta por Vigilius Haufniensis. Captarnos en esta indeterminación pone de manifiesto nuestra precariedad: esta es la experiencia de la angustia. No nos angustiamos ante una amenaza exterior, sino por lo que somos. La angustia es la experiencia en la cual un hombre se capta a sí mismo como ser posible.

Es interesante señalar que, a pesar de la originalidad de Kierkegaard en el planteo del ser humano como posible, no puede decirse que esta problemática haya salido de la nada. No se ha prestado suficiente atención a la forma en que la angustia aparece en uno de los padres de la filosofía moderna, René Descartes (1596-1650). A Descartes se lo califica como el paradigma del racionalismo y, no obstante eso, hay en él un preanuncio de la temática kierkegaardiana de la angustia. Esto nos lleva una vez más a relativizar las etiquetas con las que se clasifica a los pensadores. El libro de Descartes Meditaciones Metafísicas suele tomarse como el texto fundante de la filosofía moderna. Descartes propone experimentar de una manera radical y extrema la duda para llegar a asentarse finalmente en alguna certeza: ser cierto. ¿Qué es lo que yo puedo saber por mí mismo y no porque me ha sido dado por otro? ¿Qué es lo que realmente sé? Para detectar si sé algo por mí mismo tengo que someter a todas las cosas que hasta hoy creía saber, dice Descartes, a la duda: si algo sobrevive a la posibilidad de duda, entonces eso lo sé de verdad. Si algo me parece aunque sea mínimamente dudoso, entonces voy a hacer de cuenta de que no lo sé de verdad, lo voy a dejar de lado. Manifiesto, en este ejercicio subjetivo, la voluntad de negar lo incierto como si fuera falso. 

Empiezo dudando de los que mi ojos ven, de lo que mis sentidos me trasmiten, porque me doy cuenta de que mis sentidos a veces se contradicen y las cosas pueden ser de un modo diferente a como ahora las veo; más tarde puedo verlas de un modo distinto, por lo que resulta prudente desconfiar de los sentidos. El célebre argumento del sueño dice que esto que estoy percibiendo ahora puede que no sea realmente efectivo, ya que es posible que yo esté durmiendo: puede que esté soñando que estoy leyendo este texto: me ha pasado a veces el creer que estaba en una determinada situación, cuando en realidad sólo se trataba de un sueño. Por lo tanto, quiero dudar de este dato por su incerteza. Y así puedo seguir dudando. Llega el momento en que la duda se extiende a todo. Descartes descubre que se puede dudar de cada una de las cosas que hasta ahora creí como más ciertas; por ejemplo: de que 2 más 3 es igual a 5, cosas que nunca me atreví a concebir como si fueran erróneas. En la época de Descartes una certeza semejante sólo la podían otorgar las matemáticas. Dudar de la matemáticas, para un filósofo del siglo XVII es terrible. Así el filósofo que busca la certeza indubitable llega a la inquietante situación en que es posible dudar de todo. Si buscaba estar cierto de algo, el resultado de esta voluntad de certeza es que dudo de todo. Yo puedo poner voluntariamente todo en el campo de la duda, es decir: de lo falso.

En ese preciso tránsito, al comienzo de su “Meditación Segunda”, Descartes escribe esto: 

“La meditación que llevé a cabo ayer ha llenado mi espíritu de tantas dudas que desde ahora ya no estará en mi poder el olvidarlo. Y sin embargo no veo de qué manera podría resolverlas, pues como si de improviso hubiera caído en aguas muy profundas, estoy tan sorprendido que no puedo afirmar los pies en el fondo ni nadar para mantenerme a flote en la superficie”. 

Las dudas me llevaron a no poder hacer pie en el fondo ni salir a flote, en un estado suspendido en la posibilidad. Es decir: nada cierto a lo que pueda aferrarme. Muchas veces, en las facultades de Filosofía, este pasaje se pasa rápido, porque se lo considera una especie de decoración literaria superflua. Se pasa a la parte argumentalmente fuerte, que se considera que es el momento en que Descartes define su posición racionalista. Se olvida que, justo en el momento previo a hacerse la pegunta “Pero yo mismo, ¿qué soy?”, lo que está en las puertas de esa pregunta es su angustia, la percepción de su falta de fundamento, ese no poder hacer pie ni salir a la superficie, el temor de no poder olvidarse de su propia incerteza, un límite para su voluntad cognitiva que lo afecta en su ser más íntimo. La angustia de Descartes no es un adorno literario sino la travesía necesaria que anticipa y posibilita la pregunta: "Pero yo, ¿no soy acaso algo? ¿qué es lo que soy?". La pregunta nace de mi vacilación, no de mi intelecto, ni de mi voluntad, sino propiamente de mi ser. Lo que me angustia no es que me descubro como ignorante de algo, sino que descubro que todo mi ser está expuesto a ese temblor: soy el que tiembla. "Me angustio, ergo soy" podría haber sido el comienzo de una filosofía moderna que no fue. Porque Descartes va a aplacar su temblor tranquilizándose rápidamente: "soy una cosa que piensa". Quizás por esto es que Kierkegaard unos siglos después va a decir que la angustia es una aventura que todos los hombres tienen que correr: todos han de aprender a angustiarse.

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