miércoles, 29 de septiembre de 2021

El cine de los hermanos Dardenne y la escucha



por Oscar Cuervo

La cosa es así: los Dardenne sostienen que el cine es una tarea de visibilización de un estado del mundo que pocos quieren ver. Cuando llegaron con La promesa, El hijo, Rosetta, lo inesperado era que apareciera una Europa brutal, racista, neoliberal, despiadada. En sus películas no buscan víctimas porque, sobre ese fondo opresivo, su cámara aguarda el surgimiento de una conciencia, es decir, un acontecimiento finalmente feliz. No necesitan recurrir a una pedagogía, porque confían en que una vez que se llega a ese instante crucial, es posible que el espectador continúe la línea de puntos. Lo que está fuera de campo también existe. De ahí esos finales cortantes. Ya está, ya viste todo lo indispensable, ahora seguí vos. No hay ingenio narrativo en sus planteos, ni avidez por las novedades: ellos capturaron el problema de la relación del cine con lo real (o fueron capturados por él). No con el lugar común del montaje prohibido ni con las temáticas sociales. Lo real en los Dardenne es un asunto temporal: el instante.



Se puede filmar el peso infinito de un instante. Hay instantes en los que alguien llama, pide, ofrece. Esos instantes son filmados con la inestabilidad con la que la mirada se acomoda ante algo con lo que no contaba. La cámara de los Dardenne muestran conductas, pero no son conductistas ni entomólogos: no filman de arriba ni de lejos, sino desde cerca y un poco atrás de sus personajes. No organizan la escena según un esquema de estímulo y respuesta, sino que buscan el borde riesgoso de la indecisión, la posibilidad de estar atentos a esos instantes cruciales o de estar distraídos. La posibilidad de atender o no un detalle crucial, una señal es, además, un riesgo común a personajes y espectadores. Unos y otros pueden distraerse o presenciarlo.



Filman encrucijadas. Trabajan desde un gesto físico que denota el arrojo de sus personajes. En películas anteriores: un pibe que siempre esta escapándose, salta los muros, se cae, se levanta (El chico de la bicicleta), una chica que empuja puertas, arremete y cae, pide que la dejen entrar, se aturde y de pronto ve y escucha (Rosetta) , un hombre y un chico que cargan un peso existencial que los abruma, tambalean, caen juntos (El hijo), un muchacho distraído cuya mirada todavía no ha descubierto a su hijo (El niño), un chico que hace una promesa sin haberlo pensarlo demasiado y luego a partir de ella descubre la opresión física a la que su padre lo somete (La promesa). Y en La chica sin nombre, una médica joven a la que siempre le está sonando el timbre o el teléfono, responde o no, atiende a sus pacientes, mira el fondo de sus ojos, los toca, los escucha, repasa con su memoria sus propias distracciones. Siempre se trata de cuerpos que se debaten con fuerzas que los capturan. En esa desnuda materialidad opera una fuerza invisible. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario