Mientras subía por las piernas de mi tío Merrill
él no me dejaba llegar hasta el fondo.
“Estas son las llaves de la ciudad” decía
colocando la mano en su abultada hilera de botones,
y cuando yo alcanzaba una de sus rodillas
me hacía rodar sobre la alfombra
cerrando sus robustas piernas de muchacho
para todo trabajo.
¿Comprendí entonces que me negaba
no la reservada flor masculina
por la fatal distancia de la sangre
sino el bravo secreto del amor entre varones?
Merrill acostumbraba ganarse el sustento
entregando toallas a la puerta de los baños.
Muchos pasaban sin siquiera un saludo
como si la toalla estuviera suspendida en el aire,
pero a veces alguno se detenía
y lo miraba fijamente a los ojos.
Entonces la toalla se convertía en un arcoiris
entre las manos de Merrill y el cuerpo del muchacho
y cuando éste se secaba dejando la puerta entreabierta
era un pedido angustioso y una promesa.
Para quitarme a Merrill del pensamiento
mis padres quisieron ofrecerme una diadema,
muchachos en flor que no eran mi tío.
Me enviaron a Vicker Maxim’s
para que los viera.
El ir y venir de los cepillos metálicos
sobre las plataformas destinadas al armado diurno
de los barcos que usaríamos en la próxima guerra
levantaban una maleza de acero rizado
y la presión y la tensión de su musculatura
en el esfuerzo de levantar la pala
hicieron que ningún otro fuera como Merrill:
alto y hermoso, alegre y valiente,
un señor Venus aceitando trapajos.
Y cuando años más tarde en un cine de la calle 42
fui a ver El acorazado Potemkim
todos los trabajadores me parecieron Merrill,
dioses barriobajeros con callos en las manos.
Sólo que entre las estrellitas de los yunques
yo veía una cinta que no estaba en la bobina:
cuerpos cansados en la lucha por sustraerse
a toda esa infantería de metales pesados
dominada por tan alegre carne
que cuando el rigor de los turnos se rendía
en la noche enorme de los bares de Sheffield,
pechos velludos se estrechaban unos contra otros
retorciéndose y perlándose
en estériles abrazos estremecedores.
Yo era muy joven entonces, muy pobrecita,
mi idea de virilidad eran sólo imágenes
de potencia acorralada en trajes victorianos
que la ropa de trabajo, en cambio,
dejaba adivinar mejor a una mirada virgen.
Lleven al socialismo
el trotar de Merrill tras los muchachos de los baños
que aunque sin vocación domiciliaria
a menudo estaban picados por las chinches
en la respiración común de las chozas de Leeds.
Lleven al socialismo las bicicletas de rayos azules,
los carteles pintados y las canciones
y la euforia gay por morir primero
para congelar el final de Hollywood
en la memoria débil de los pueblos.
Un día Merrill se fue a vivir a Millthorpe
con un “profeta del mañana”
que le leía la Biblia mientras él pinchaba tocino
en el fuego de la chimenea
y cuando escuchó que Cristo había pasado su última noche en Getsemani
Merrill preguntó: “¿Con quién?”.
En Millthorpe mujeres acaloradas por los mitines
se desabrochaban el primer botón de la blusa
para discutir sobre sindicalismo y cría de cerdos,
sobre cómo liberar el pie del calzado ordinario
a través de frescas sandalias artesanales
o si gardenias en los jarrones
riman con austeridad administrativa
cuando el socialismo es vida interior.
Una constelación de obreros manuales,
bellezas de garaje, operarios de las canteras,
facinerosos elegidos jocosamente
a través de los zapatones palurdos
que asomaban por las empalizadas de las letrinas
en los baños de la estación de ferrocarril,
afiladores de limas y choferes de grúa
jugaban en los salones guasos juegos de taller:
atarse, incendiarse los pies, empujarse desnudos a los jardines.
Muchos camaradas de lucha se encogían de hombros
cuando el amante de Merrill decía:
“El futuro se esconde en este cuarto”.
Y aquellos que se ponían guirnaldas en la cabeza
y bebían del mismo vaso en el cumpleaños de Whitman
no soportaban que un simple muchacho del servicio de mesas
pasara sin un respiro a ser ama de casa consciente
y que en Millthorpe leer fuera menos importante que barrer.
Nadie advirtió el acto de justicia
que Merrill inventó sin prédica alguna
cuando, abriéndose paso en el soplo del mañana,
arrastró un piano de cola hasta la cocina
decretando mudo que Mozart
es el derecho de todo trabajador doméstico
cuando se halla ocupado en la trituración de las verduras,
cosiendo el borde de un matambre
o simplemente esperando a que en el salón cese la filosofía.
Lleven al socialismo
el significado de la palabra “esposos”
a través de estos dos hombres que durante años
solían despertar juntos rodeados de pimpollos
(la jardinería comercial había sido sólo una idea),
el chistoso muchacho de Sheffield
cuyo único arte había sido
colocar un empapelado gótico
en el salón de los visitantes extranjeros
y un pañuelo de madrás a modo de tapete
para cubrir la jaula de la urraca,
y el aristócrata soñador
que deseaba la vida dual y todas sus criaturas
absueltas para siempre en el estado soltero
y desnudas al sol sobre las piedras de Millthorpe,
los dos cosiendo uno junto al otro sobre un huevo
y corriendo de vez en cuando las sillas
para estirar la luz de la ventana
al ritmo justiciero del piano en la cocina.
(de El honor de las damas, María Moreno)
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