A Atenas (2019), la más reciente película estrenada por César González, puede pensársela en relaciones de tensión con diversos contextos: respecto del más bien abúlico cine de los autores jóvenes argentinos en los que es difícil encontrar huellas de las convulsiones sociales que atravesamos, o aunque sea huellas de su inquietud vital; en la larga agonía del cine de los 90 -parece mentira tener que hablar así, pero hace rato nadie oyó gritar al cine que alguna vez se celebró como una novedad inaudita y ahora se sospecha difunto; en el excitado morbo que despierta el universo de los "marginales", bajo la perspectiva que antes ha diseñado el periodismo policial; incluso en el contexto más amplio del cine como arte burgués para el entretenimiento y el adoctrinamiento de las masas populares; finalmente, en el desarrollo de la propia obra del autor que se mueve entre la poesía, la reflexión teórico política sobre la imagen cinematográfica y la realización de películas. En cualquiera de estos terrenos, Atenas prevalece.
Uno puede compartir el desaliento de un texto reciente de Nicolás Prividera ante la reiteración extenuante de los modos apáticos con los que Martín Rejtman inauguró el NCA hace más de un cuarto de siglo y que parte del establishment crítico y de programadores sigue promoviendo como "retrato generacional" de autores que van desde los 25 hasta los 50 años de una ya muy estirada adolescencia. El cine de los 90 parece haber nacido con la tara de un juvenilismo congelado, siempre obligado a declarar "somos nosotros, no tenemos ganas, pero tampoco es tan así". Cuando Rejtman hizo Rapado importó una retórica que provenía de un cineasta anciano que en los 70 había filmado con rabia El diablo, probablemente, como contraplano de una catástrofe de rango planetario. La importación que hizo Rejtman de esos jóvenes diabólicamente lánguidos a los años 90 argentinos se redujo a un solo lado, la apatía programática. Hace ya 42 años de El diablo, probablemente y 27 de Rapado. Puede decirse que el tiempo pasa y lo que ayer era amor se fue volviendo otro sentimiento.
¿Dónde en el cine nacional hay una huella de esta época? me preguntaba yo hace unos meses cuando me invitaron a hablar en el ENERC de "la imagen argentina". La respuesta es: Atenas. Esta película no habría sido posible sin la inquietud de su autor, no meramente psicológica. Lo inquieto es el suelo que César pisa y piensa. Cada una de sus decisiones formales, un desafío para la crítica y para sus colegas, se apoya en esa inquietud que lo arroja a la creación artística y a poner una pica en un lugar que no estaba aguardándolo. César viene de la villa y del riesgo vital extremo, lo cual podría limitarse a nutrir su anecdotario pero también revela una evidencia: el cine nació burgués y últimamente, cuando mucho, gracias a las mutaciones tecnológicas, pudo volverse pequeño burgués. Ya es hora de que exista un cine que mire el mundo desde otra clase. ¿Un cine de clases? podría preguntar alguien que cree que solo la suya está en condiciones naturales de hacerlo. El problema de la procedencia social no es externo al carácter de la imagen ni a las soluciones estilísticas.
Si por un lado Atenas anuncia que hay vida después de la muerte del cine de los 90, por el otro González se propone discutir formalmente con la criminalización espectacular de la villa que hacen los noticieros y las series.
Porque él le dio muchas vueltas al problema de la territorialidad del cine, decide que su película se titule Atenas, es decir, con el antiguo nombre de la polis en la que un cuidado de sí no era posible si no se practicaba en relación con los otros. El título, entonces, elige una tradición histórica que se remonta muy atrás, no la que se inaugura con la apatía neoliberal ni con el sensacionalismo de la tevé lumpen.
De la antigua Atenas la película de César retoma la socialidad personal y política, el existir volcado hacia afuera y con los otros como posibilidad vital. Por suerte, esa procedencia no lo obliga a optar por una estructura aristotélica de principio, desarrollo y conclusión, con catarsis y enseñanza incorporados. Lo único que faltaría para un cine villero es meterse en el cepo del clasicismo.
Primero: González muestra que el registro real de la villa no es el del que llega a filmar imágenes de alto impacto y pasa como un turista o un publicista. Hay una experiencia intransferible, que solo puede verse y escucharse desde los que viven ahí. Segundo: agrega que esa diferencia de la mirada, capaz de poetizar sin estetizar, no lo obliga a un realismo homogéneo. Las panorámicas de las calles de la villa a cielo abierto cruzado por el cablerío, las callecitas sinuosas recorridas por los perros, las edificaciones rudimentarias y hasta la perspectiva desde el auto de los canas alcanzan la sobria belleza cuando no especulan con la estética.
Pero el elemento realista de Atenas se ve interferido por inserciones de la interioridad de los personajes, con acercamientos que rompen con la continuidad temporal y con la cadencia normal de los movimientos e interrumpen el registro del sonido ambiente, por otra parte riquísimo, para sumergirse en un audio expresionista. En tercer lugar: González toma la decisión de tratar con un estilo diferente a los personajes burgueses: asistentes sociales, empleadores que pagan en negro, explotadores, aparecen como deliberados estereotipos que les devuelven a la mirada pequeñoburguesa el hábito de estereotipar al villero.
En Atenas César González también encara el problema de la estructura narrativa a la medida de su diferencia de punto de vista. Si bien Perse es la clara protagonista sobre la que el relato se organiza, su movimiento al salir de la cárcel e intentar reinsertarse en la realidad hostil de la Argentina actual es zigzagueante y la va cruzando con una pluralidad de personajes con los que establece diversos vínculos: de cooperación, de sumisión, de hostilidad, de simpatía o de resistencia. Es decisivo que el autor haya elegido a una chica que sale de la cárcel después de un robo a mano armada, tanto como que esa elección no opte por esencializarla como delincuente ni como una buena salvaje, ni siquiera como una víctima. Por eso, el plano final, abierto en más de un sentido, evidencia hasta qué punto cada paso que la película dio estuvo luchando contra las diversas trampas que las convenciones del cine tienden.
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