viernes, 4 de enero de 2019

El ángel, la mejor película argentina desde La ciénaga


por Oscar Alberto Cuervo

Luis Ortega desde 2002 viene desarrollando su obra de menor a mayor, primero desde los márgenes y ahora situado en el más rotundo mainstream. Leonardo Favio, antes de morir, lo señaló como su heredero artístico, cuando esto no podía verse con claridad. En el tramo reciente de su filmografía, Ortega parece estar poniéndose a la altura de estas altas expectativas. Hoy es el cineasta que conjuga una insolencia artística y una voluntad de abrirse a plateas populares como no lo intentó ningún otro cineasta argentino desde Favio. 


El ángel está lejos de otras películas del mainstream local a las que se podría vincular por la envergadura de su producción. Ortega no devino industrial limando sus aristas, renunciando al riesgo estético u homologándose a una sensibilidad internacional, como hicieron Mitre o Trapero (por eso, no tiene ninguna chance de correr en la carrera por el Oscar: Hollywood nunca lo entendería). Al contrario, con El ángel radicaliza y argentiniza su poética, un proceso que había iniciado con la extraordinaria serie televisiva Historia de un clan. Su relectura del famoso caso Robledo Puch es más ligera y danzarina que la que él mismo hizo del Clan Puccio -mejor ni hablar de la desgracia perpetrada por Trapero. Si en el programa de televisión el eje estaba puesto en la oscura relación paterno-filial en cuyo microcosmos se reconocía el sedimento del terror de estado, en la película adopta un temple aún luminoso que precede a ese terror y lo hace con conciencia desafiante. Filmar una película romántica, erótica y luminosa, centrada en el raíd de un joven homicida múltiple, probablemente el mayor asesino no estatal de la historia argentina, le permite subvertir el puritanismo de la tradición con la que quiere dialogar. No es casualidad que dos inolvidables escenas de baile abran y cierren El ángel. Esos bailes definen su política de autor. Pero hay entre ambas escenas una diferencia apreciable: en la última, las fuerzas armadas asedian la casa desde afuera, hieráticas y en silencio, a punto de dar el asalto final, mientras adentro Carlitos baila solo. El rotundo efecto de sentido de esa alternancia, la tajante concisión de un corte de montaje indican el abismo en el que la historia está por caer. Desde la interioridad del niño-ángel-maldito de sexualidad polimorfa (el "amoral" del que hablaba Crónica) hacia la masacre colectiva.



Ortega no esquiva el horror, lo desarma tratándolo con espíritu musical y aéreo -pienso en la tremenda escena del auto quemado con la música de "La casa del sol naciente" en versión de Palito- que ninguna otra película ambientada en los 70 había ensayado. Las comparaciones con Rojo son deprimentes: por su juventud, ninguno de los dos cineastas vivió esa época pre-dictatorial, pero en El ángel se olfatea ese olor a pólvora en los años 70 de "la gente común" que Rojo solo puede declamar con aire sentencioso. 

La libertad anárquica de Carlitos, su sensibilidad artística, su desdén por la propiedad privada, su romanticismo irresponsable, su desfachatez ante una autoridad devaluada -las figuras paternas aparecen quebradas y a punto de ser restauradas mediante el autoritarismo estatal- y su picardía feroz no pretenden representar la fase predictatorial de la sociedad civil, porque el pibe es una singularidad absoluta -gran acierto de casting poner a Lorenzo Ferro en el papel-, o en todo caso el analizador de un devenir represivo. Los rasgos del protagonista que impregnan a la película toda vienen a destituir el universo simbólico que el familiarismo blanco de los 70 organizaba alrededor de las películas con o de Palito Ortega. El ángel es otro modo de ajustar cuentas con el clan Ortega y su rol en la cultura represiva argentina, que para ese entonces todavía impostaba los buenos modales.


Las diferencias entre Historia de un clan y El ángel -las dos muy buenas, pero la película es superior- pueden tener varios motivos. Uno, que el infierno familiar es más duro de digerir si sale por el prime time de la pantalla chica y Ortega puso ahí su máxima voluntad revulsiva. Dos, que las épocas evocadas en cada caso son bien distintas: una cosa es la Argentina previa al terror estatal y otra la del post-terrorismo de estado. Aún cuando El ángel transcurra durante un gobierno de facto e Historia de un clan en el alfonsinismo, la huella del terror de estado pone la diferencia. Tres, el Alejandro Puccio de Historia de un clan no puede escapar de la órbita paterna. En la piel del Chino Darín, él empieza la serie detrás de las rejas diciendo: "Me tocó un padre que no pude elegir"; su abogado le pregunta: "¿Y eso qué tiene que ver? ¡A todo el mundo nos pasa lo mismo!"; a lo que Alejandro aduce: "Entonces nadie debería ser castigado". Este diálogo funciona como vía de entrada a un relato escrito por Pablo Ramos y Luis Ortega y producido por el Clan Ortega. Cada cual pone lo suyo. Cuatro, en El ángel Ortega -igual que su personaje- elude el mandato paterno y adopta a un padre del que se declara enamorado: Leonardo Favio, el padre elegido. El ángel no linkea con el universo Palito más que de un modo cáustico: su vínculo filial puede reconocerse mejor en el lirismo disparatado de Soñar, soñar. Carlitos es Charlie y Palito es un remedo fallido de Frank Sinatra -otra escena musical memorable en "Sábados para la juventud".


Como Leonardo Favio, Luis Ortega asume sin distancia irónica pero con humor afectivo toda una iconografía nacional que el llamado nuevo cine argentino de los 90 despreciaría. Ortega es así el anti-Llinás, muy lejos de Borges y Bioy, de Antín, Filipelli y Hugo Santiago; cerca de Evita, Perón, el Che, Pintura Fresca, Pappo y, obviamente, Favio y Palito.

El ángel retoma con energía irreverente una tradición interrumpida desde la muerte de Favio. Naturalmente, la crítica argentina no estaba todavía preparada para este retorno.

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