sábado, 24 de abril de 2021

Lo incalculable


II

Nos tocó el fin de una época. No a todas las generaciones les toca. Si fuéramos viejos, habríamos renunciado a comprender, renegaríamos del tiempo. Si fuéramos nativos digitales, no tendríamos intriga por las preguntas, las despreciaríamos, "cosas que ya tengo íntimamente resueltas, no me interesa perder un segundo en eso”. Haríamos selfies para Instagram, mostrando el cuerpo, o guiños privados expuestos a la mirada de cualquiera. Entré a Instagram para tratar de comprender la época: ¿qué ve toda esa gente en el celular en vez de mirar la ventana del colectivo o los cuerpos que tienen al lado? (Hace meses que no subo a un colectivo). Si fuera un nativo digital algo más inquieto, estaría buceando en la deep web. Nunca estuve ahí ni nunca estaré, creo. Capaz que si alguien me dice que ahí puedo encontrar un subsuelo del presente en el que todo tiene más sentido que el ruido que hoy nos aturde lo intento. No estoy en la deep web pero puedo dialogar con uno que bucea, Pablo Martin Weber. Aunque no logremos entendernos del todo.

Con sus dos películas puedo dialogar más fluidamente que con él mismo. 

A Fragmentos desde el exilio, la primera, la comenté en el blog (“Una irrupción”, ahí también está el Vimeo). Lo que me llevó a ver la primera fue la segunda, Homenaje a la obra de Philip Henry Gosse, estrenada el año pasado en Mar del Plata, va a verse de nuevo en el FICIC. No considero casual que Weber aparezca justo ahora. La pandemia exacerbó mi percepción histórica y ya todo me parece relacionado con el fin de mi época. 

Fragmentos desde el exilioHomenaje a la obra de Philip Henry Gosse podrían ser 2 partes de algo, se las puede ver como I y II. A la vez cada una no llega a ser una: son, como dice Weber de los corales, entes de individuación precaria. Y así como Le Livre d'image o Days tienden un puente entre el siglo xx y el xxi, en las de Weber encuentro un vago eco del xx visto desde el xxi, como un mensaje de un presente del que ya no soy contemporáneo.

III

La idea de que el sustrato de lo que vemos es matemático y las texturas y colores son cualidades secundarias, fenómenos de una interfaz, se diría ahora, estaba presente en el proyecto científico, técnico, bélico y estético de Galileo en 1623: “La filosofía está escrita en ese grandísimo libro que tenemos abierto ante los ojos, quiero decir, el universo, pero no se puede entender si antes no se aprende a entender el lenguaje, a conocer los caracteres en el que está escrito. Está escrito en lenguaje matemático y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es imposible entender ni una palabra; sin ellos es como girar vanamente en un oscuro laberinto”. El proyecto de reducción de lo real a lo matemático se viene desplegando desde hace casi 400 años y parece casi consumado.

Galileo reponía una doctrina esotérica de la antigüedad colocándola en el centro rector del proyecto moderno. Desde que Galileo dijo las palabras citadas hasta hoy ese proyecto nunca se detuvo. Si nosotros como generación tuvimos que hacer un viaje vertiginoso en las pocas décadas de una vida, la digitalización del mundo se estaba preparando antes de que naciéramos.

Pablo Martín Weber en Homenaje a la obra de Philip Henry Gosse conjetura que es posible que dentro de poco la humanidad viva en el mundo sin sombras de Internet, a pesar de que su tarea como autor nos invita a pensar en otra dirección: la del secreto. A la sombra de todo cálculo y toda manipulación cibernética crece lo incalculable. Eso que resiste al cálculo no llegamos a percibirlo como señal, lo apartamos como ruido, pero más precisamente se siente como un malestar sordo.

(continuará en otra parte)

jueves, 22 de abril de 2021

Un puente precario entre dos épocas




Hace poco leía un texto de Roger Koza ("Los hijos del bit") acerca de un relevo generacional que viene experimentándose en esa cosa anteriormente llamada cine, el resbalar continuo e indetenible desde la era analógica hacia la digital. Koza señalaba como recorren este tránsito Kiarostami y Godard en su senectud. Dos autores que cada uno en su momento se sumergieron hasta rasgar con la punta de los pies el soporte material del film analógico, con plena conciencia de sus finitudes (propias y del film), por su común amistad hacia el abismo, se muestran capaces de mirar a lo que asoma sin un poquito de resentimiento generacional o un apego senil hacia la ortodoxia de la forma artística que se apaga –Eastwood- para dar lugar a otra que no presta más que incertidumbres. Kiarostami y Godard eran amigos de lo incierto antes de que apareciera en su horizonte la artillería digital. Por eso últimamente dialogan con lo que apenas está mostrándose sin negar el suelo en que están parados. Películas de senectud: Like someone in love, 24 Frames, Adieu au langage o Le Livre d'image, meditaciones a la vez personales, generacionales y de época que no odian el futuro y tampoco se rinden ante su novedad arrogante. Godard y Kiarostami por edad tendrían que estar entre los impugnadores, pero por espíritu se ubican entre los perplejos. Acá hablo yo por mi propia cuenta, no quiero adjudicarle a Roger algo que no pretendió decir, sino lo que su texto hizo en mí.




Discípulos de Godard y Kiarostami, un poco más jóvenes, pero formados en su modo de mirar. Nacidos a mediados del xx, una generación empujada a atravesar un puente precario hacia el mundo de los bits. No podemos olvidar nuestra tierra natal aunque tratemos de aprender rápido el despliegue omnívoro de lo digital, ya impuesto como la forma de estar en el mundo. Notamos la diferencia, recordamos lo anterior porque está presente todavía. El cambio no nos agarró tan viejos como para dejarnos a la total intemperie, vivimos perplejos en este mundo como hoy se nos da. Tener un pie en cada lado nos lleva a preguntarnos ¿pero qué es esto? sin naturalidad ni odio.

(continuará)