¿Quién, si yo gritara, me escucharía entre las órdenes angélicas? Y aun si de repente algún ángel me acogiera contra su corazón, yo desaparecería ante su existencia más poderosa. Porque la belleza no es sino el comienzo de lo terrible, el que apenas somos capaces de soportar y tanto lo admiramos solo porque desdeña sereno destruirnos. Todo ángel es terrible.
Así me contengo y sofoco el clamor de la garganta oscura. Ay, ¿a quién podríamos recurrir entonces? A los ángeles no, a los humanos tampoco y saben los astutos animales que no nos sentimos a resguardo ni como en casa en el mundo interpretado. Tal vez nos quede en la ladera algún árbol que podamos volver a mirar cada día; nos queda la calle de ayer y la persistente fidelidad de una costumbre, complacida en nosotros, que permanece sin irse.
Ah, y la noche, la noche, cuando el viento lleno de espacio sideral nos muerde la cara: ¿A quién no le queda al menos ella, la anhelada, su tierna decepción, ahí, dolorosamente cercana al corazón solitario? ¿Es más suave la noche con los amantes? Ay, ellos sólo se ocultan uno a otro su destino. ¿Todavía no lo sabes?...
Rainer María Rilke, Las Elegías de Duino, 1922, Primera Elegía
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