Nota del editor: Lo que siguen son algunos párrafos extraídos del libro de Silvia Schwarzböck, Los espantos. Estética y postdictadura (Cuarenta Ríos, Buenos Aires, 2015)
La autora describe las condiciones del campo sociocultural tal como quedó dispuesto después de la última dictadura militar, en lo que se dio en llamar "la vuelta de la democracia". El sistema político postdictatorial, con la vigencia -vacilante, agrego- del Estado de Derecho, solo puede rehabilitar, tras los campos de concentración y los vuelos de la muerte, una vida de derecha. La vida de derecha triunfó como resultado de la dictadura (no importa que los sistemas de valores expresamente declamados sean fascistas, conservadores o liberales). Solo bajo estas condiciones restringidas se le permite funcionar a la actual democracia. Por eso, los intentos de salirse del sistema de vida neoliberal se topan periódicamente con el duro límite que desde hace medio siglo se muestra infranqueable. No es solo que los medios de comunicación inculquen ideas que la población adopta ingenuamente contra sus propios intereses, o que la memoria colectiva sea tan frágil como para olvidar rápidamente los agravios que se le hacen -vale recordar: a 20 años del colapso del 2001, todos los agentes políticos, económicos y culturales que lo precipitaron están plenamente activos y dispuestos a volver, sin que un clamor popular se manifieste interesado en sacárselos de encima. ¿Cómo puede ser?
El texto de Schwarzböck, escrito poco antes de que un partido de derecha dura triunfara en elecciones libres en 2015, sostiene que más allá del discurso acerca de la "vuelta" de la democracia -¿cómo puede volver lo que nunca estuvo?- la vida actual ha sido diseñada por la dictadura. El libro de Schwarzböck marca opacas continuidades donde el discurso superestructuralista simula un "nuevo comienzo". La dictadura pareció cesar el 10 de diciembre de 1983 con la asunción de Ricardo Alfonsín; los ejecutores militares del plan de exterminio fueron procesados y condenados, algunos centenares de represores terminaron en la cárcel, pero nuestra sociedad sigue siendo la que la dictadura cívico militar diseñó. Alrededor nuestro a menudo alguien nota que todavía flotan "los espantos", esos que percibía la Tía Lala, la vieja loca -encarnada en La mujer sin cabeza por María Vaner- que hace años decidió no moverse de la cama y a la que nadie de la familia tomaba en serio.
El libro de Schwarzböck es de lectura imprescindible para quien trate de comprender el acorralamiento político en el que vivimos desde hace décadas: triunfó la vida de derecha y por eso las fuerzas vivas nos permiten jugar a la democracia. Hay que buscar, más allá de los cortes institucionales, la sorda continuidad. Las cosas que los campos de concentración y los vuelos de la muerte no hicieron, las terminó de hacer la propia "vuelta" de la democracia.
En los años 80 se produjo la importación académica de discursos filosóficos destinados a sedimentar en sentido común. El decisivo es el repudio a la verdad. La vida de derecha se vive en la no-verdad. Buenos Aires abrazó durante el primer alfonsinismo y de ahí sin interrupción la doctrina de la no verdad. Todo es interpretación. Eso que en los 80 se experimentaba como un "liberarse de" -la verdad- terminó resultándonos complicado. La no verdad y la interpretación infinita es el elemento en el que la derecha chapotea en su salsa. La representación parlamentaria, mediática y judicial nos tratan de convencer de que es posible vivir en la no verdad, es decir: llevar una vida de derecha *. Los que sigue son unos fragmentos del notable libro de Schwarzböck:
Los espantos
[...] A partir de 1984, Nietzsche, Marx, Freud (1965), de Michel Foucault, se incorpora, como lectura obligatoria, a los programas de "Introducción a la filosofía" (que suele ser una materia inicial - con ese nombre u otro parecido- en todas las carreras de humanidades). Lo obligatorio a aprender, para la vida en democracia, de un texto inmediatamente anterior a la Noche de los Bastones Largos, es la primacía de la interpretación: no existe un comienzo ni un fundamento último para la vida en común; la vida en común es un sistema de signos; y los signos son malévolos; la malevolencia del signo -su ambigüedad estructural, explica el profesor- es inextinguible, porque todas las interpretaciones son interpretaciones de interpretaciones; cada signo es una interpretación de otra interpretación; y esta interpretación infinita - entiende finalmente el alumno- no es otra cosa que la democracia. La democracia es interpretación infinita porque no hay comienzo sino retorno. La democracia postdictatorial es retorno a (o de) la democracia - como se dice en 1984 y como se sigue diciendo hasta hoy-. La democracia nunca podría haber sido comienzo.
La filosofía de la sospecha, a partir de 1984, se convierte en instrucción cívica. Sospechar de la verdad es un buen principio para la vida en común. Bajo esta premisa, Marx no es un teórico de la revolución. Nietzsche no es el autor de La voluntad de poder -la autoría, como imputación, se transfiere a su hermana protonazi- y Freud no es el teórico burgués del Edipo ni el inspirador de la liberación sexual del freudomarxismo. Marx no interpreta las relaciones de producción, sino la interpretación que las ha naturalizado: interpretándolas como una interpretación, demuestra que se ha instituido no por su verdad, sino por medio de la violencia. La etimología de la palabra bueno (agathós) en la Genealogía de la moral, muestra no sólo que todas las palabras son interpretaciones de interpretaciones, sino que esas interpretaciones las instituyen las "clases superiores" (o las "clases dominantes" en el vocabulario marxiano). Freud interpreta en el lenguaje de sus pacientes lo que sus pacientes le ofrecen como síntomas: la interpretación del analista es la interpretación de la interpretación del paciente. El síntoma es una interpretación, contra la cual el psicoanálisis inventa otra interpretación.
Después de entender cuál es el legado eminentemente contemporáneo de Nietzsche, Marx y Freud - es decir, qué es lo que hace que ellos no pasen a retiro junto con la teoría burguesa y la teoría proletaria-, el alumno ya sabe, para el resto de su vida en democracia, que todas las interpretaciones se instituyen por la violencia (en lugar de imponerse por su verdad) y se destituyen por la violencia (en lugar de caer por su falsedad): el signo es una máscara que recubre la interpretación y, por eso mismo, la interpretación siempre está obligada a interpretarse a sí misma, a volver sobre sí bajo la preguntaa "¿quién?" (¿quién ha propuesto la interpretación?) y no "¿qué?" (¿qué referente tiene?).
Una vez entendida la no verdad de la vida en común, el alumno saca del texto de Foucault una conclusión que nunca podría llevarlo a la violencia política (ni siquiera a simpatizar con ella): la violencia -de la que hablan los filósofos de la sospecha- es la violencia de una interpretación contra otra interpretación. La violencia no es otra cosa que el conflicto entre las interpretaciones. No hay violencia originaria. No hay violencia primera. Ni hay contraviolencia (no hay violencia del Pueblo de la que pueda decirse, después de leer a Foucault, que no es violencia). Además, por si fuera poco, la democracia es lo suficientemente violenta, en términos simbólicos, como para buscar violencia fuera de los límites discursivos. El alumno que saca estas conclusiones está debidamente preparado para la democracia, es decir, para la no verdad.
La parte no alfonsinista de la cultura alfonsinista, por eso, fue foucaultiana. La parte alfonsinista, en cambio, hizo primar en sus bibliografías la filosofía analítica que, para la época del texto de Foucault (1965), ya había tenido su propio giro lingüístico: ella también desconfiaba de la verdad -la verdad científica como comienzo de toda investigación filosófica- en la que confiaba ciegamente, tomando como modelo a las ciencias duras, el Círculo de Viena, y hablaba de sí misma -agregándose el prefijo post- como filosofía postanalítica. También por la vía postanalítica se podía llegar -y menos laberínticamente que por la vía foucaultiana- a la ausencia de comienzo, a la interpretación infinita, a la no verdad.
Esta doctrina del no comienzo, de la interpretación infinita, de la no verdad -aprendida por la vía postanalítica o por la vía postestructuralista- enseñaba a entender, como parte de un giro lingüístico que excedía a la Argentina, por qué la democracia no podía empezar, sino sólo retornar.
* Nota del editor: Me gustaría citar acá unos párrafos que escribí como encabezamiento para un extenso texto sobre el problema de la verdad en el pensamiento nietzscheano, publicado el 31/1/2018 con el título "Nietzsche largo" (ver texto completo
acá). Estos apuntes me resultan aquí pertinentes. Entonces decía.
"En el último par de años me dediqué a repasar mis lecturas de Nietzsche (...). Mi actual relectura de Nietzsche fue en paralelo con el proceso político de imposición del neoliberalismo en la región del mundo en que vivimos. Estas relecturas se impregnaron del presente y modificaron mi perspectiva anterior hacia este autor que vengo leyendo desde mis 16 años. Algo se cayó en estas relecturas y no creo que sea producto de mi reelaboración intelectual. Creo que la experiencia política vivida en estos años me llevó a los libros de Nietzsche con preguntas nuevas. También me parece que esas preguntas estaban latentes en un malestar sordo que siempre me acompañó al leerlo.
En mis intervenciones públicas empecé a articular en palabras la distancia que me fue separando paulatinamente de la fascinación que su estilo de escritura provoca. Traté de ir más allá del encanto de Nietzsche como escritor, para confrontarlo con mi experiencia histórica. Una de las cosas que más me llamaron la atención fue la devolución enojosa que provoca mi creciente distancia hacia Nietzsche. Descubrí que el ambiente cultural porteño es fuertemente nietzscheano y que sus aforismos se volvieron consignas de una religión de descreídos. Esta ciudad ya no es católica y nunca fue marxista. El psicoanálisis y Nietzsche en combinaciones diversas forman parte del sentido común porteño. Para tejer esta naturalización del dogma nietzscheano debe haber sido preciso limarle sus aristas más hirientes, domesticarlo, transformarlo en un afable impugnador de un puritanismo que acá nunca se practicó y que él jamás fue. Los centro-izquierdistas porteños no tocados por la militancia política ni mellados por el terror de estado son culturalmente nietzscheanos. Sin embargo, es la derecha la que lleva el programa político nietzscheano, sin necesidad de declararlo. Lógico: la derecha no necesita un barniz cultural para realzar su existencia: necesita dinero y violencia. Y Nietzsche no necesita adherentes porque sus ideas anticiparon las prácticas sociales del neoliberalismo. Una recusación del poder algo imprecisa en la práctica requiere adoptar un discurso vagamente nietzscheano: no hay verdades absolutas, todo se relaciona con el poder, el cristianismo es malo, hay que ser creativos, toda moral es falsa, Dios no existe, los tiempos cambian, después vemos, hay que disfrutar del cuerpo, cositas así. Una nueva forma de consolación que no exige grandes esfuerzos prácticos y nos sirve para construir un perfil cosmopolita, relativista, egosintónico. Por supuesto, los libros de Nietzsche son muy otra cosa, pero se los lee poco, o se los pasa por el filtro de otros autores que lo bañaron, lo perfumaron (en Francia), lo adecentaron.
En relación a lo aquí planteado, que me resulta más que necesario e interesante, cabe recordar que Foucault fue ingresado en la UBA de la post-dictadura, por su discípulo Tomás Abraham. Y entre sus ayudantes de cátedra, se contaba Alejandro Rozitchner, que le daba a leer Foucault a Spinetta, sacándolo de sus lecturas de Castaneda y Artaud, cambiándolas por el postestructuralismo foucaultiano. Y ya sabemos, en el plano de la política concreta del país, para quién "juega" -o "trabaja"- Rozitchner hijo. No me parece menor la asociación.
ResponderEliminarojala la "ciudadania" de la capital federal fuera nitzcheana o al menos foucaltiana ,con respecto al mote de "burgues " que se le endilga a freud, algho que nunca fue, no se puede confundir "el descubrimiento de lo inconsciente a una categoria politica,ni freudomarxismo, ni neologismos varios que alejan del concepto filosofico mas preciso,lo que freud da por tierra con la filosofia "oficial" ,al reconocer un ostado de la "vida humana " desconocido y poco comprendido, yo diria como decia MARX Y EL MUSICO CHARLY GARCIA "LA GRASA DE LAS CAPITALES NO SE BSANCA MAS"CABA ES UN REDUCTO ,OESPACIO DONDE LA CLASE BURGUESA (y aquella que cree serlo o aspirar a ello ,) detiene con el voto ,el poder del capital, el monopolio de lz fuerza del estado, una aspiracion a el sistema democratico, la distribucion de la riqueza, del conocimiento cientifico, etc, en suma un conjunto de hijos de puta que solo piensan en su propio bienestar maerial . y es verdad lo dicho por el lector arriba ,rozitchner hijo ......que modelo de imbecil.
ResponderEliminarSchwarzböck se refiere a la recepción ochentista que se hizo en Bs As, no a esos autores: "A partir de 1984, Nietzsche, Marx, Freud (1965), de Michel Foucault, se incorpora, como lectura obligatoria, a los programas de "Introducción a la filosofía" (que suele ser una materia inicial - con ese nombre u otro parecido- en todas las carreras de humanidades). Lo obligatorio a aprender, para la vida en democracia...". No habla de los autores mismos sino de cómo se los leyeron en las cátedras del CBC y psicología. Yo fui testigo de esa banalización. Recuerdo cuando TOmás Abraham invitaba a Savater como una estrella del rock, con Alejandro Rozitchner enseñándole a Spinetta y Páez "la nueva filosofía francesa". Vi pasar a generaciones repitiendo "no hay hechos, solo intepretaciones". Fijate bien que Schwarzböck no se refiere a los autores mismos. Schwarzböck es una lectura muy fina y no se referiría a los autores como los presentó la vulgata. Hoy la pequeñoburguesía porteña tiene como credo "no hay hechos, solo interpretaciones". En cuanto a ser un eminente pensador burgués y nominar el inconsciente no hay contradicción. Proletario Freud no era y estaba muy preocupado por ser aceptado por la comunidad científica naturalista. Eso no quita la revolución que provocó. "Burgués" no es una descalificación moral, sino una descripción económica.
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