Entre el plano inicial del perro cuya mandíbula feroz muerde la pantalla y parece venírsenos encima y el plano último del paraje de desolación en el que Marcello llega a sentir la indiferencia terminal que esa comunidad le devuelve, solo en compañía del cadáver de Simone, su amigo imposible, y el perro que lo sigue, Dogman describe un arco narrativo conciso e implacable.
Hay una precisión en el tamaño de plano elegido en cada caso, un despliegue justo de la distancia que constituye la cosa misma del cine de Mateo Garrone. ¿Qué es, si no, el cine? Toda la emoción y todo el sentido decantan en esos saltos espaciales bruscos que instauran cada corte, cada acercamiento y cada lejanía. Sin esa pericia en la posición de la cámara, en su quedarse afuera o acercarse, la mirada tierna y noble de Marcello y la tristeza del paisaje en el que el cuento se desenvuelve no podrían provocar un efecto tan abrumador.
Dogman no es solo esa determinación para mirar desde una distancia justa sino también la apertura del cine italiano al duro presente. Una comunidad disgregándose, en fase de disolución, sostenida por la cocaína y el dinero, ligada por los golpes y el ahogo. Los ojos expectantes de Marcello, el amor de su hija y la inocencia de los perros hacen respirable esta catástrofe humana. Por esto, su mirada empalma con la historia del cine italiano, el grande. La terra trema, La strada, Accattone.
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